“Un escritor juega con las palabras pero juega en serio; juega en la medida en que tiene a su disposición las posibilidades interminables e infinitas de un idioma”, decía el argentino Julio Cortázar, fallecido hace tres décadas en París, el 12 de febrero de 1984.
Con la presencia permanente de lo lúdico y el humor, desarrolló una obra literaria única dentro de la lengua española. Sus magistrales relatos sorprendieron con la introducción de lo fantástico en la realidad cotidiana. Pero fue la explosiva novela “Rayuela” la que lo consagró a nivel internacional y se convirtió en una de las insignias del “boom” latinoamericano.
Cortázar buscó intensamente una renovación del lenguaje y le quitó un manto de solemnidad a la literatura. El escritor mexicano Carlos Fuentes, su amigo y compañero del “boom”, lo definió como “el Bolívar de la novela latinoamericana”. “Nos liberó liberándose, con un lenguaje nuevo, airoso, capaz de todas las aventuras”.
Uno de sus primeros cuentos, “Casa tomada”, fue publicado en 1946 nada menos que por Jorge Luis Borges, por entonces secretario de redacción de la revista porteña “Los Anales de Buenos Aires”. “Años después, en París, Julio Cortázar me recordó ese antiguo episodio y me confió que era la primera vez que veía un texto suyo en letras de molde. Esa circunstancia me honra”, indicaba Borges.
Al autor de “Historias de cronopios y de famas” le tocó nacer y morir en Europa, en parte por ese azar que a su criterio hacía mejor las cosas que la lógica. Y este año, además de recordar su muerte, celebrará su llegada al mundo hace un siglo, el 26 de agosto de 1914 en Bruselas, donde su padre desempeñaba una misión diplomática. Tenía cuatro años cuando su familia regresó a la Argentina y poco después su progenitor abandonó para siempre la casa familiar. La infancia y adolescencia de Cortázar transcurrieron en Banfield, suburbio sureño de Buenos Aires, con una enorme afición por leer y escribir.
Se graduó como profesor en letras y trabajó como docente en Bolívar y Chivilcoy, pueblos de la provincia de Buenos Aires. Posteriormente se desempeñó en la Universidad de Cuyo, provincia de Mendoza, a la que renunció en 1945 por oponerse al peronismo. En una carta, definió así los años previos a su partida a París: “De 1946 a 1951, vida porteña, solitaria e independiente; convencido de ser un solterón irreductible, amigo de muy poca gente, melómano lector a jornada completa, enamorado del cine, burguesito ciego a todo lo que pasaba más allá de la esfera de lo estético”.
Delgado, muy alto y de apariencia juvenil, Cortázar siempre arrastró las “erres” y fue un apasionado por el jazz y el boxeo. El año de su llegada a la capital francesa, 1951, se publicó en Buenos Aires su primer volumen de cuentos, “Bestiario”. En 1953 contrajo matrimonio con la argentina Aurora Bernárdez y ambos trabajaron como traductores en la UNESCO. Esa misma década vieron la luz nuevos libros de relatos: “Final del juego” (1956) y “Las armas secretas” (1959).
Este último incluye “El Perseguidor”, inspirado en el saxofonista Charlie Parker y probablemente el cuento preferido de Cortázar. Una suerte de bisagra, porque allí se produce el descubrimiento del prójimo. “Un poco lo que el personaje de ‘El perseguidor’ busca en el cuento, yo lo estaba buscando también en la vida”.
En 1960 se publicó su primera novela, “Los premios”, y dos años más tarde, la colección de textos “Historias de cronopios y de famas”, donde aparecen los cronopios, “esos seres desordenados y tibios” que obran con rebeldía. En 1963 fue el turno de “Rayuela”, protagonizada por Horacio Oliveira y la Maga, que permite una lectura lineal, o bien invita al lector a convertirse en cómplice, saltando de un capítulo a otro, según indica su Tablero de Dirección.
Por entonces viajó a Cuba, invitado como jurado del Premio Casa de las Américas. Allí nació su compromiso con las causas latinoamericanas y una estrecha relación con la isla. Años más tarde, visitó varias veces Nicaragua para apoyar con fervor la revolución sandinista.
Se propuso seguir viviendo en su terreno lúdico y fantástico, pero con la adopción de un compromiso que se reflejaría en su creación literaria. Ese Cortázar que abandonó la torre de marfil de la “literatura pura” publicó entre otros “Libro de Manuel” (1973), que según el propio autor le valió “palos de izquierda y derecha”.
Formó parte del Tribunal Russell II, que juzgó y denunció las violaciones a los derechos humanos de diversas dictaduras latinoamericanas. Su compromiso político lo convirtió en un cronopio trotamundos, mientras la junta militar argentina (1976-1983) lo colocaba en las “listas negras”. Cortázar pasó de ser un emigrado voluntario a un exiliado.
En 1980 publicó los relatos de “Queremos tanto a Glenda” y dos años después editó otro volumen de cuentos, “Deshoras”. Trabajó en “Los autonautas de la cosmopista”, una curiosa expedición por las autopistas francesas, con su segunda esposa, la canadiense Carol Dunlop. Pero Dunlop falleció a los 36 años en 1982 y Cortázar quedó sumergido en el desconsuelo. Debió terminar solo el libro, cuyos derechos de autor destinó al pueblo nicaragüense.
El escritor concretó todavía una anhelada visita a Buenos Aires a fines de 1983 y se sorprendió por las amplias muestras de cariño en un país que recuperaba la democracia. Regresó a la capital francesa, donde recibió los cuidados de Aurora Bernárdez, hasta que su vida se apagó a los 69 años a causa de una leucemia. Fue enterrado junto a Carol Dunlop en el cementerio parisino de Montparnasse. Sin embargo, la maquinaria del juego no se detiene, mientras Cortázar, tal como postula en “Rayuela”, siga logrando hacer del lector un cómplice, un camarada de camino.
Fuente: EUV