Hay una adicción que la sociedad moderna ha pasado por alto; una adicción que amenaza atrapar las mentes de todos aquellos que lean este artículo.
Sigilosamente, ha tomado a miembros pensantes del mundo civilizado, convirtiéndonos en payasos que sonríen y se distraen ante el menor clic.
La maldición de la vida en el siglo 21 es el teléfono con cámara, un producto de tal pericia tecnológica y conveniencia inmediata que todos algunas probamos.
Un clic lleva al siguiente y, si no te gusta, puedes borrar e intentar nuevamente.
Antes de darte cuenta, tienes 300 imágenes en tu teléfono de tontos sonriendo, platos de comida y gatos haciendo caras graciosas. Has caído, has sido arrastrado y tu vida ahora está definida por las fotografías de tu teléfono, lo mismo que le ocurre a todos tus amigos.
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[sws_red_box box_size=”700″] Una amenaza a la memoria [/sws_red_box]
Las verdaderas víctimas de esta amenaza de clics son los viajeros.
No solo aquellos que viajan a Chile para ver una espectacular cascada y son tapados por los cientos de adictos a las fotografías, sino también aquellos adictos a los teléfonos con cámara que disfrutan viajar.
Así como el desdichado que bebe para ser feliz, estos personajes se engañan a sí mismos: creen que sus fotografías crean memorias cuando en realidad las están saboteando.
Yo era uno de ellos.
Mi equipo era sensacional. De primera clase, la cocaína del mundo fotográfico: una cámara réflex digital.
Me sentía confiado con este dispositivo gigantesco. Me sentía un hombre. Me hacía sentir superior a los amateurs sonriendo y sacando fotografías con sus patéticos teléfonos y pequeñas y flácidas cámaras.
Necesité una epifanía para abandonar el hábito.
Estaba buceando en Tailandia cuando un tiburón ballena apareció de la nada. Con mi cámara submarina le saqué todas las fotos que pude mientras aguanté mi respiración y luego salí del agua para festejar esta experiencia única.
Mientras miraba las más de cien fotos que había sacado me di cuenta de que eran lo único que tenía.
Mis memorias están enmarcadas en la pequeña pantalla de mi cámara. En ningún momento miré al animal con mis propios ojos.
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[sws_red_box box_size=”700″]Atrapado por la tecnología [/sws_red_box]
El problema es mucho más grave que una pequeña adicción a las cámaras. La era tecnológica nos ha atrapado.
Hace poco más de una década, no teníamos a Google para indicarnos dónde está el restaurante más cercano. No había tecnología satelital para conectarte, a través del teléfono, con una computadora, un cajero y un hotel.
Cuando las personas viajaban, bajaban del avión y exploraban. Le preguntaban a la gente, gente real, adónde salir para pasar una buena noche y no a una mujer robot dentro de sus teléfonos.
Discúlpame, Siri, pero no eres mi clase de chica. Eres divertida para dudas filósoficas, pero cuando te pregunto por comida china y me ofreces “25 alternativas en un radio de media milla”, te detesto.
Las búsquedas en Internet han dejado de ser el último recurso para convertirse en la primera opción, un atajo que, por lo menos a los viajeros, nos lleva al final y nos saltea el recorrido. Es el destino sin el viaje.
El desafío: perderse. En serio. La próxima vez que estés en una ciudad nueva, olvídate del teléfono. Apaga tu GPS. Cierra los ojos, apunta, ábrelos y camina. Si necesitas encontrar algo, solo pregunta.
CNN