En pleno apogeo de la Guerra Fría, el submarino británico HM Ocelot sirvió en secreto en el frente. En la batalla clandestina contra la armada soviética, permaneció sumergido durante semanas, en silencio, observando y escuchando al enemigo. Cinco miembros de la tripulación de la década de 1960 recuerdan su extraordinaria vida bajo las olas.
Brian Defurey, Ron Hitchin, Norman Hart, Richard Dixon y John Wakelin son ahora pensionistas, pero aún se llaman con los apodos que tenían hace 50 años en la Marina -Billy, Ted, Nobby, Dixie y Wacker. A menudo se reúnen y recuerdan las condiciones de hacinamiento en el submarino, pero también la camaradería al trabajar, vivir y respirar junto a otros 65 hombres.
“Siempre estábamos chocando unos con otros,” dice Billy. Pero no les importaba, cuenta.
“La mayoría de los hombres lo percibía como si estuvieran en una habitación dentro de su casa. Cualquier señal de claustrofobia era eliminada muy rápidamente en la Marina”.
La estricta formación a la que eran sometidos los marinos británicos, que tenían que escapar, por ejemplo, de una cámara hundida a gran profundidad sin sistemas de respiración los ayudaba a sobrellevar el encierro.
Pero Nobby recuerda un incidente en que uno de ellos tuvo una vez una especie de ataque de pánico en el momento en que el Ocelot se zambullía.
“Estaba gritando: ‘Quiero salir, quiero salir’, y traté de abrir la puerta de escape”.
Posteriormente fue sedado y lo cuidaron hasta que pudo ser recogido por un barco que pasaba.
Basura confinada
Si el confinamiento no les molestaba, el olor era algo que sí percibían.
“El submarino apestaba”, dice Dixie. “Apestaba a diesel, a sudor, a cigarrillos y a alimentos. El agua estaba racionada, sobre todo si salías de ‘escapada’ (una operación de espionaje) porque nunca sabías cuánto tiempo estarías fuera. Sólo había un pequeño cuenco lleno a la semana para lavarse y afeitarse. Así que a nadie le importaba”.
Y lo que es peor, en las interminables patrullas, las bolsas de basura se pudrían en los pasillos. “No se podían bajar, porque podía delatar nuestra posición al enemigo”, explica Billy. “Así que se quedaban allí hasta que podíamos deshacernos de ellas con seguridad”.
La tripulación podía vestir lo que quisiera, una vez el submarino había zarpado. El llamado equipaje pirata era uno de los atuendos favoritos. Consistía en apenas un par de jeans o pantalones cortos viejos y una camiseta, que rara vez se cambiaban. Billy recuerda que los calcetines de Dixie se “podían quedar pegados a la pared” si los lanzaban. También dice que Dixie vistió un traje infantil de oso de peluche, aunque este lo niega.
“El submarino apestaba a diesel, a sudor, a cigarrillos y a alimentos. El agua estaba racionada y sólo había un pequeño cuenco lleno a la semana para lavarse y afeitarse” – Dixie, miembro de la tripulación del Ocelot.
La totalidad de los archivos de los servicios del Ocelot nunca fue publicada por el Ministerio de Defensa, pero se sabe que en la década de 1960 estuvo involucrado en operaciones clandestinas, ejercicios de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y en pruebas de armas. La mayoría de las operaciones no fueron reveladas, ni siquiera a la tripulación, a la que le decían que estaban ejecutando ejercicios de entrenamiento o “juegos de guerra”.
Uno de los “ejercicios” consistía en que el submarino permaneciera en el fondo del mar sin ser detectado, reuniendo información sobre un barco enemigo que pasaba por encima. Los hombres llevaban una “rutina silenciosa”, pues el operador del sónar enemigo era capaz de oír el mínimo movimiento en el suelo del Ocelot. Entre ellos se comunicaban por susurros, ponían felpudos de goma en el suelo y se arrastraban sobre zapatos también con suelas de goma.
¿Qué comían?
A menudo, la tripulación no tenía idea de dónde estaba, aunque la temperatura a bordo podría sugerir que era el Mediterráneo o las congeladas aguas rusas. Cuando se unieron a la Marina, los hombres recuerdan haber firmado la Ley de Secretos Oficiales y una prohibición de hablar de su trabajo.
A bordo, cada hombre tenía su propias tareas, desde cargar torpedos como manejar el radar, pero todos tenían que tener un conocimiento práctico de la embarcación.
Por la noche estaba iluminada por una tenue luz roja. Había tres turnos alternados y cada día se dividía el trabajo en vigilar, limpiar, dormir y comer.
“La comida era mejor que la de los buques de superficie”, recuerda Wacker. “Nunca tuvimos una mala cena. Cabezas de bebés (pudín de filete y riñón) y “choque de tren” (conservas de tomate y tocino), y otros platos de nombres ingeniosos eran cocinados por un chef.
Los marinos comían en un entorno desordenado y de hacinamiento en la cubierta, mientras los oficiales lo hacían en sus salas. Los suministros frescos duraban unas dos o tres semanas después de salir del puerto y después se limitaban a productos enlatados.
La hora del ron
Además de té y café, la ingesta diaria de líquidos incluía una ahora famosa ración de ron.
La mayoría de los tripulantes del Ocelot disfrutaron plenamente de la bebida alcohólica de alta graduación que se servía en el “tot-time” (como se llamaba al momento coordinado en que se lanzaba la artillería).
Billy recuerda la ola de emoción cuando llegaba el momento de “las bebidas espirituosas”.
“El ron era como la miel; todo el mundo se animaba”.
Cuando estaban fuera de servicio, a los hombres les costaba distraerse, pues no había televisores ni música. Los juegos de cartas y de mesa eran muy populares, así como los libros. Los resultados de fútbol se esperaban ansiosamente.
La conversación solía ser alegre, nadie discutía sobre las operaciones, religión o política, sabiendo que podían entrar en terreno peligroso. Los hombres simplemente debían tolerarse mutuamente, y aunque el carácter de todos podía naturalmente chocar, especialmente hacia el final de las interminables patrullas, las disputas eran sofocadas rápidamente por seguridad.
“Era una especie de aventura propia de un chico joven” – Wacker, parte de la tripulación del Ocelot.
Wacker recuerda los concursos de preguntas y también la asistencia a los servicios religiosos del domingo. El himno “For Those in Peril on the Sea” (Para quienes están en peligro en el mar) a menudo era cantado por una congregación que se situaba al lado de los torpedos.
La desordenada cubierta era también zona de dormitorio, sala de juegos y cine. Rollos de película -prestados por la biblioteca de la Marina en el puerto- como Tom y Jerry eran muy populares, al igual que Los siete magníficos.
“Todo el mundo elegía a un actor, Steve McQueen o quien fuera, y luego bajábamos el sonido y recreábamos los diálogos”, se ríe Nobby. Los veíamos uno tras otro, incluso nos vestíamos con divertidos disfraces, mientras que otros estaban durmiendo en las literas detrás de la pantalla.
Las literas eran tan pequeñas que una vez dentro, los marinos no se podían dar la vuelta. Dixie cuenta que sus pies sobresalían por la parte inferior de la cama. Cada hombre tenía su propio saco de dormir y una almohada, pero las literas eran a menudo “literas calientes” -un hombre salía, otro entraba. “Estabas tan cansado que acababas metiéndote en la cama con ropa y todo”, rememora.
Noticias tristes
Al igual que muchos, Wacker tenía una foto de su esposa e hija clavada al lado de su litera. Otros no eran tan románticos. Uno tenía una imagen de un muy deseable Aston Martin DB5 -el auto de James Bond en Goldfinger- en el cuarto de radares.
Los hombres creían que no se podía perder tiempo en el trabajo y el aislamiento total -sin teléfonos, ni telegramas o correo- era parte de ello. El barco podía recibir telegramas personales, siempre y cuando estuviera cerca o ya en la superficie, y a menudo eran retenidos si había una operación en curso.
Como operador de radio, Nobby recibía las señales y a veces no eran buenas noticias. “La peor señal que recibí fue para un amigo cuya esposa había abortado. El capitán me ordenó que no le dijera hasta el final de la operación, sabiendo lo triste que se pondría”.
Una vez en el puerto, el hombre se lo dijo, y se lo llevaron fuera del barco. “Estaba llorando. Nunca lo volví a ver”.
Aquellos que se ofrecieron como voluntarios para servir sabían que las condiciones serían primitivas y peligrosas. ¿Qué les llevó a hacerlo?
Una gran atracción fue la camaradería tan especial que se da en los submarinos, en parte generada por la poca división entre los oficiales y los marineros, y una disciplina y uniformes menos estrictos en comparación con el servicio en general.
Pero para muchos de estos jóvenes, el principal motivo era la “recompensa operativa”, una rara oportunidad en la Guerra Fría para estar frente a frente con el enemigo, y en un buque de guerra de clase mundial. O, como Wacker dice, “era una especie de aventura propia de un chico joven”.
Los jóvenes del Ocelot se reúnen a menudo para recordar sus extraordinarios días de valentía bajo los mares. Aunque los tatuajes de la marina se han difuminado con la edad, la camaradería todavía brilla.