Japón espera inmortalizar a sus pilotos kamikaze -un escuadrón de jóvenes que estrellaban sus aviones contra buques de las fuerzas aliadas en la Segunda Guerra Mundial- al solicitar que una colección de sus cartas formen parte del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Rupert Wingfield-Hayes habló con el expiloto que armó la colección, en honor a sus camaradas caídos en acción.
“Kamikaze” es una palabra que se ha convertido en sinónimo de todo lo que es loco, fanático y autodestructivo.
Recuerdo cuando era un joven colegial en Reino Unido y aprendí sobre los pilotos kamikaze. Para mí, lo que hicieron era inexplicable. Durante mucho tiempo, dio colorido a mi visión de Japón y me dejó con una pregunta acuciante: ¿cómo ocurrió? ¿Qué causó que miles de jóvenes japoneses comunes y corrientes se prestaran como voluntarios para suicidarse?
Siempre soñé con formularle esa pregunta a un piloto kamikaze. Y resultó que, recientemente, toqué el timbre de una cómoda casa en las afueras de la ciudad de Nagoya, en la parte central de Japón. Momentos después, salió a mi encuentro un anciano bajito, energético, sonriente, de ojos brillantes y muy bien vestido.
Tadamasa Itatsu, de 89 años, me dio un firme apretón de manos. Me dijo que había cancelado su partido de tenis para recibirme.
Cuestión de honor
Es difícil creer que este alegre viejito fue alguna vez un piloto kamikaze.
En marzo de 1945, Itatsu era un aviador de 19 años. Cientos de buques de guerra y portaaviones estadounidenses y británicos estaban navegando hacia Okinawa. Su comandante le pidió que se presentara como voluntario para uno de los tristemente célebres escuadrones de “ataques especiales”.
“Si invadían Okinawa, los aviones estadounidenses serían capaces de usarla como base para atacar las principales islas de Japón”. Por eso, me cuenta, “los jóvenes teníamos que impedirlo. En marzo de 1945 era normal ser un piloto kamikaze. Todos aceptábamos ser voluntarios”.
El interior de la vivienda de Itatsu es un altar a sus camaradas caídos, las paredes cubiertas con imágenes granuladas de jóvenes en uniformes de vuelo. Conforme conversábamos, él insistía en el mismo punto: esos jóvenes no eran fanáticos; estaban convencidos de que sus acciones podrían salvar a su país del desastre.
“El sentido común dice que uno tiene una sola vida”, expresa, “entonces, ¿por qué querrías desprenderte de ella? ¿Por qué te haría eso feliz? Pero en aquel entonces todos mis conocidos querían ser voluntarios. Necesitábamos ser guerreros para impedir la invasión. No nos cabía la menor duda”.
Itatsu no murió. Mientras volaba hacia su objetivo, le falló el motor y se vio forzado a amerizar. Regresó a su unidad, pero antes de que pudiera intentarlo de nuevo, la guerra terminó.
Lavado de cerebro
Durante muchos años guardó su historia como un secreto, avergonzado de haber sobrevivido. Con frecuencia pensó en suicidarse, pero afirma que no tenía el valor para hacerlo.
Entonces, en la década de 1970, comenzó a buscar a las familias de sus camaradas muertos, pidiéndoles cartas y fotos de los pilotos. Su colección se convirtió en el núcleo de lo que hoy conocemos como las Cartas Kamikaze.
Itatsu saca de una serie de largos tubos de cartón piezas delgadas de papel escritas con caligrafía negra. Cuidadosamente desenrrolla una sobre la mesa y comienza a leer.
“Querida madre, sólo lamento no haber hecho más por ti antes de morir. Pero morir como combatiente del emperador es un honor. Por favor no te sientas triste”.
Muchas de las cartas tienen este tono. Parecen confirmar la visión de que a toda una generación de hombres japoneses le lavaron el cerebro para convertirlos en seres abnegados que obedecían ciegamente al emperador.
Pero hay otras que muestran que una minoría de pilotos kamikaze no había asimilado la propaganda, e incluso algunas que parecen rechazar la causa japonesa.
Una de las más extraordinarias es de un joven teniente, Ryoji Uehara.
“Mañana, alguien que cree en la democracia dejará este mundo”, escribió. “Puede que parezca solitario, pero su corazón está lleno de satisfacción. La Italia fascista y la Alemania Nazi han sido derrotadas. El autoritarismo es como construir una casa con piedras rotas”.
Recuerdos de guerra
Entonces, ¿qué debemos pensar de las Cartas Kamikaze? ¿Deberían ser parte del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco?
Itatsu cree que sí. Las describe como un “tesoro para ser transmitido a las generaciones futuras”. Pero incluso hoy en día, con el beneficio de 70 años de retrospectiva, Itatsu sigue siendo sorprendentemente irreflexivo sobre lo que les ocurrió a él y a sus camaradas.
“Nunca miro hacia atrás con pesar”, indica. “Quienes murieron lo hicieron por su propia voluntad. En aquel tiempo pensé que realmente fui desafortunado de sobrevivir. Yo quería morir con ellos. En cambio, tengo que concentrar mis esfuerzos en mantener su legado”.
Japón tiene problemas inmensos con sus recuerdos de la guerra. Políticos y celebridades destacados continúan adoptando absurdas versiones revisionistas de la historia: que Japón nunca inició el conflicto, que la masacre de Nankín jamás sucedió, que decenas de miles de mujeres se convirtieron “voluntariamente” en esclavas sexuales de los militares japoneses.
El bombardeo masivo de ciudades japonesas al final de la guerra y en particular el lanzamiento de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki han permitido la construcción de una narrativa de victimismo. Japón es el único país en haber sufrido un ataque atómico. Y el bombardeo de Tokio, en una noche, acabó con por lo menos 100.000 civiles.
Pero cuando se habla de estos horrores, suele olvidarse u omitirse cómo empezó todo.
Del mismo modo, el deseo de recordar el terrible sacrificio hecho por los jóvenes pilotos kamikaze es comprensible. Lo que parece faltar con frecuencia es la pregunta “¿Cómo fue que llegamos a esto?”.