El pasado mes de diciembre se cumplió un año desde la aplicación de la nueva legislación de Uruguay sobre el aborto, objeto de treinta años de una batalla política de rara intensidad. Este país es el cuarto que autoriza el aborto en América Latina, después de Cuba, Guyana y Puerto Rico. En este último la ley teóricamente prohíbe el aborto que no esté indicado por un médico para proteger la salud de la embarazada, pero esa ley contraviene un dictamen del Tribunal Supremo de EE UU que es de aplicación también en la isla al afectar a derechos fundamentales. La legalización de la interrupción voluntaria del embarazo en Uruguay tiene, sin embargo, una importancia inédita en Latinoamérica, teniendo en cuenta las restrictivas legislaciones de los países de su entorno como Brasil y Argentina.
Las mujeres uruguayas están autorizadas a abortar en un plazo de doce semanas, hasta 14 cuando han sido víctimas de una violación, sin plazo cuando hay riesgo para la salud de la madre o el feto es inviable. Para acceder a la interrupción legal, las mujeres deben pasar antes por la consulta de un ginecólogo, un psicólogo y un asistente social y después deben respetar un plazo de cinco días de reflexión.
Según cifras oficiales, en el primer año se produjeron 6676 abortos en Uruguay y se registró una sola muerte en clandestinidad, una mujer falleció el pasado mes de septiembre por un aborto autoprovocado con unas agujas de tejer.
Martín Couto, de la organización feminista MYSU, destacó el “avance” que supuso la ley pero criticó “el abuso de la objeción de conciencia por parte de algunos médicos que se niegan a practicar abortos, ejerciendo este derecho no como un ejercicio de libertad individual sino como el instrumento de un colectivo antiabortista”. En departamentos como Salto y Soriano —en el este del país— hubo momentos en que todos los médicos se negaron a practicar abortos dejando a las mujeres sin asistencia, afirma Couto.
Por su parte, Carlos Iafigliola, del Partido Nacional (centro derecha), considera que “hubo presiones indebidas y fuera de lugar contra los médicos objetores por parte del Ministerio de Salud”. Las autoridades sanitarias exigieron que la objeción de conciencia se expresara por escrito y quedara registrada.
Iafigliola considera que las consultas previas para acceder a la interrupción muchas veces no tuvieron lugar y que la ley se convirtió en un salvoconducto para las mujeres. “Sigue habiendo abortos en la clandestinidad y vamos a asistir a un aumento de la eliminación de las vidas en el vientre materno, que es lo que sucede en todos los países cuando se despenaliza”, afirma.
En Uruguay, la despenalización del aborto es el fruto de un largo y original proceso centrado en la lucha contra la mortalidad materna. El inicio puede situarse en el 2001 cuando, tras constatar un alarmante aumento de las muertes por aborto clandestino, la Asociación de Obstetras de Uruguay decidió tomar cartas en el asunto creando un dispositivo médico único y corriendo algunos riesgos.
Asesorados por juristas y amparados en el derecho a informar, empezaron a explicar a las mujeres cómo abortar de manera segura, siendo la clave del dispositivo el misoprostol, un fármaco indicado para prevención de lesiones gástricas como úlceras y recomendado por las OMS por sus propiedades para evitar hemorragias. Este fármaco se utiliza de forma clandestina en toda América Latina para provocar abortos.
Después de algunas citaciones a juzgado, los obstetras uruguayos lograron imponer un sistema que presentaba un límite: la prohibición de recetar misoprostol. El resultado fue la emergencia de un importante mercado negro.
A pesar de esta situación de semi clandestinidad, en el 2008 se registró el primer año sin ninguna muerte materna por aborto clandestino en Uruguay, resultado que se mantuvo con pocas alteraciones en los años siguientes hasta convertir al país en un caso único en América Latina.
Mientras desaparecían las clínicas clandestinas de aborto y se generalizaba el misoprostol, el debate político alcanzaba uno de sus momentos más dramáticos cuando en el 2008 Tabaré Vázquez, el primer presidente de izquierda de Uruguay (Frente Amplio) desde la dictadura militar (1973-1984), esgrimió razones de conciencia para vetar la despenalización que acababa de aprobar el parlamento.
De ese modo transcurrieron cuatro años en los cuales avanzó la instalación real del aborto en medio del bloqueo del debate político, como dos realidades separadas y paralelas.
Finalmente, en diciembre del 2012, el parlamento uruguayo aprobó la nueva ley. Pero los sectores antiabortistas plantearon inmediatamente la activación de un sistema constitucional que permite organizar un referéndum para anular una decisión legislativa. La convocatoria fue un rotundo fracaso ya que tan solo el 8,9% de los electores uruguayos apoyó una consulta sobre la despenalización. Por unos años, el tema quedó zanjado.
Un año después, las feministas uruguayas mantienen una crítica de fondo a una ley que consideran basada en una “concepción y tutelaje y control sanitario de las decisiones de las mujeres”, según la presidenta de MYSU, Lilián Abracinskas. La ley se hizo desde un imperativo sanitario (evitar las muertes por abortos clandestinos) pero no desde la óptica del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo.
El Ministerio de Salud mantiene su apuesta por un modelo de abortomedicamentoso, defendido como la forma más segura y privada de llevar a cabo un aborto. Uruguay es toda una excepción en América Latina, pero, discretamente, autoridades de Brasil, Argentina o Venezuela están copiando localmente su modelo a pesar de que la despenalización no aparece ni remotamente en sus agendas políticas.
Fuente: El País