Conforme avanzó el siglo XX, el acelerado proceso de industrialización con sus obreros y trabajadores, la proliferación de oficinas repletas de oficinistas y burócratas, las ocho horas por jornada y las 40 de la semana inglesa, exigieron a hombres y mujeres de países que incursionaban en la modernidad (como México) un cambio en sus hábitos cotidianos.
A mediados del siglo pasado el escritor Salvador Novo se quejaba de la invasión de los electrodomésticos en la gastronomía nacional (el “inmisericorde triturar” de la licuadora, sustituto del molcajete, p.e.) y el intento, efímero, de imitar los horarios de comida estadounidense, así como la introducción de alimentos procesados como el pan de caja que, en su opinión, poco aportaban a la comida mexicana.
El caso es que la segunda mitad del siglo vio crecer el consumo de comida rápida en el país. Las fondas, la “comida corrida”, las taquerías, las torterías, se basan en el concepto de ofrecer alimentos a bajo costo y satisfacer el hambre en poco tiempo (¿qué más fast food que comer unas deliciosas quesadillas de huitlacoche –un delicatessen nacional– parados en una esquina de la metrópoli?).
Digamos, pues, que para el mexicano la idea de comida rápida no era una novedad en la década de los ochenta, cuando la franquicia más impresionante de ese entonces llegó a México. McDonald’s abrió su primer local en Periférico Sur, en la capital del país, el 29 de octubre de 1985; cientos de personas hicieron fila el día de la inauguración en lo que parecía el más absurdo de los anhelos aspiracionales de la clase media mexicana, ansiosa de entrar a un local idéntico al de cualquier ciudad estadounidense para comer… una hamburguesa.
Hasta entonces Burger Boy había cubierto la necesidad de los jóvenes de contar con un local que ofreciera alimentos al modo de las películas gringas, pero la falta de competencia se reflejaba claramente en la calidad de la comida. Cuando su competidor llegó a México y a pesar de sus desesperados intentos de cooptar a las familias a través de los niños, terminó por desaparecer, dejando el campo abierto al restaurante de los “arcos dorados”.
Fuente: Sin Embargo