Hoy la música ya no es lo que solía ser, supongo que esto ocurre para bien y para mal. Hoy tenemos a nuestra disposición miles, millones, de ofertas musicales, la mayoría de las cuales florece y marchita en cuestión de semanas, un par de efímeros hits y listo, el que sigue. Hoy el rock se extraña, en contraste con subgéneros aspiracionales, como el indie rock o el rock pop, que poco o nada tienen que ver con la esencia que manifestaron los grandes de esta cepa.
Más allá de entregarnos a una pesimista nostalgia, o de dejar de reconocer que hoy, tal vez más que nunca, existe una miríada de estimulantes propuestas musicales –que pulsan entre un masivo pantano de música desechable–, lo cierto es que resulta difícil imaginar que seguirán naciendo aquellos grandes seres creativos que hicieron del rock, el jazz, y otras escuelas, una especie de tatuaje sonoro, indeleble, que permanecerá impreso en el imaginario colectivo hasta que este, eventualmente, regrese al vacío original y se diluya.
Alrededor de esta reflexión, la noticia de como gradualmente los grandes maestros comienzan a desmaterializarse, resulta en un peculiar estado de ánimo entre los que así pensamos. Hoy murió Lewis Allan, aka “Lou” Reed, el problemático y prodigo hijo de Brooklyn. Para más de una generación su carrera, en Velvet Undergorund y luego como lúcido solista, cumplió una función no solo inspiradora, incluso paternal. Su ácido estilo para soltarse frente al vació de eclécticas pulsiones, ese llamado al caos, y luego resurgir con admirable estética, hicieron de su figura un ejemplo para muchos de nosotros.
Lour Reed nació en 1941, en Brooklyn, y crecería en Long Island. Desde su adolescencia manifestaría una bisexualidad que, a diferencia de la moda reciente en torno a que el dualismo sexual, durante la fiesta, es cool, en su caso parecía responder a un genuino llamado. Por está razón recibiría terapia electroconvulsiva, patrocinada por sus padres con la esperanza de curar al joven Lewis. En 1964 se graduó de la Escuela de Arte y Ciencia de la Universidad de Syracuse, y un par de años después estrenaría el primer álbum de su recién formada banda, The Velvet Undergorund & Nico –para muchos, incluyéndome, tal vez la mejor agrupación de rock que haya existido.
Con Andy Warhol como manager y mentor, y haciendo equipo con los músicos John Cale, Sterling Morrison, y Maureen Tucker, además de contar con la fatal seducción de la vocalista alemana, Nico, el primer álbum incluyó memorables tracks como ”All Tomorrow’s Parties” y “I’ll Be Your Mirror”. La fusión de talentos y actitudes, sumada a la influyente presencia de Warhol, y el liderazgo de Reed, propulsarían rápidamente a la banda a las ligas más refinadas de ese momento musical. Independientemente de los excesos rockstarísticos que ya caracterizaban a otras agrupaciones, Velvet Undergorund se confeccionaría una personalidad tajante, forjada alrededor de excesos caóticos, de la deconstrucción de los paradigmas sexuales y, sobretodo, de mucho, mucho estilo.
Apenas cinco años después Lewis dejaría la banda, y en 1971 estrenó su carrera como solista. Al año siguiente daría a luz a Tranformer (1972), producido por su amigo David Bowie, y que incluyó tracks como “Walk on the Wild Side”, “Perfect Day” y “Satellite of Love”. Continuaría su producción con Berlin (1973), extraño ícono conceptual que narra las aventuras de una pareja de heroinómanos en la capital alemana, y que resalta el objetivo de Reed de imprimir una dosis de narrativa novelística a las letras del rock. Al año siguiente lanzaría Rock and Roll Animal (1974), un fastuoso álbum en vivo que incluía delirantes versiones de un par de canciones de Velvet Underground.
Tras una docena de discos más, la mayoría de ellos relativamente solubles (o quizá demasiado humanos), con excepción de Metal Machine Music (1975), en el que, rebelándose ante una obligación contractual, presentaría una especie de koan hiperconceptual y explícitamente anti-comercial, luego de la muerte de Andy Warhol, Lou se uniría a John Cale para componer un álbum en tributo a su mentor, Songs for Drella (1990) –en alusión al apodo de Warhol que surgía de combinar la oscuridad de Dracula y la dulzura de Cenicienta (Cinderella). Esta obra, para mi gusto, podría fácilmente incluirse entre los mejores discos de las últimas tres décadas. Con Cale en el piano, y Reed en la guitarra, se trata de un álbum notablemente honesto, terapéutico, durante el cual un par de virtuosos le rinden honor a una de las más complejas figuras del arte.
Luego de otros tres discos, también relativamente pasajeros, Reed llegaría con Raven (2003), un álbum dedicado a los cuentos cortos de Poe, y que incluiría la participación de Bowie, Laurie Anderson (para entonces esposa de Reed) y Steve Buscemi. Cuatro años después el genial brookliniano nos sorprendería con una oda al Río Hudson, de su natal Nueva York. Curiosamente su veinteavo y último álbum como solista, Hudson River Wind Meditations (2007) es esencialmente contemplativo, una especie de ventana meditativa diseñada para observar, detenidamente, el infrenable paso de un río. Esta obra representa un ejercicio retrospectivo de Reed, conjugando su intensa vida con su apacible presente, como si se tratase de la última fase del largo ritual iniciático que protagonizó durante su existencia, un diorama que advertía que Lewis Allan estaba, finalmente, listo para trascender al lado salvaje, y tomar ahí una plácida caminata en perdurable paz.
Fuente: (Pijama Surf)