Wes Anderson pertenece a la aristocracia del cine. Que se sepa, por sus venas no corre sangre azul sino texana. Pero en su árbol genealógico de influencias está emparentado con Jacques Tati, por su sentido del humor gestual y la imaginativa utilización de los colores saturados. Con François Truffaut comparte su interés por la infancia y la adolescencia, a las que ambos miran con ternura, pero sin condescendencia. Si el francés tuvo a Antoine Duhmael, él convivió con los Tenenbaums en su propio hogar, logró entender el romanticismo dulce (como la voz de Françoise Hardy) de los chicos de Moonrise Kingdom y nos invitó a pisar las aulas de la Academia Rushmore. Con Jim Jarmush comparte ese gusto por los silencios prolongados, casi intimidatorios, y también a Bill Murray, al que con un gorro rojo convirtió en el inolvidable buceador Zissou de Life Acuatic. Y, por supuesto, con Martin Scorsese, que le designó en un artículo como su heredero: “Es uno de mis héroes y siempre lo será, no creo que me pueda comparar en ningún aspecto con él”.
Aunque a lo largo de la conversación surgirá otro nombre. No adelantemos acontecimientos. Como buen noble, él también ha decidido formar con su propia corte. Algo parecido a un reino de fantasía indie en el que figuran Roman Coppola, Jason Schwartzman o Noah Baumbach. Y, por supuesto, los hermanos Luke y Owen Wilson, a los que conoce desde su primer corto: Bottle Rocket (1994).
Sabedor de que su estilo ya es una marca de agua indeleble, ahora se ha atrevido con el universo del escritor austriaco Stefan Zweig, al que adapta de manera indirecta y personal en la hermosa El Gran Hotel Budapest (que se estrena el 21 de marzo, tras inaugurar el Festival de Berlín). “Es un escritor que me apasiona desde hace años, me enamoré de sus historias, oscuras y profundas, del peso que tienen sus palabras, y de su voz, es un escritor con una voz propia. Además, me gusta porque escribe sobre el poder que tiene el destino sobre los personajes”, asegura. Así que decidió incorporar a Stefan Zweig a una idea que rondaba por su cabeza y por la de su amigo Hugo Guinness. “Desde hace años queríamos hacer algo sobre una persona que los dos conocíamos, alguien excepcional, muy educado y con una visión muy especial de la vida”.
Y lo convirtieron en el conserje Monsieur Gustave H., del Grand Hotel Budapest, un establecimiento de lujo situado en los Alpes, que vive sus días de esplendor en la década de los treinta, en plena Belle Époque, antes de que las guerras arrasen el centro de Europa. Para ello creó el reino de Zubrowka, un país imaginario que parece sacado de un delirio de los hermanos Marx y en el que da rienda suelta a su desatada e irresistible fantasía. “La película es una comedia con un fuerte trasfondo político. El país es una mezcla de Checoslovaquia, Hungría o Polonia, antes de que fueran asoladas por las dos guerras mundiales que sufrió el continente. Es mi propia interpretación de esos años de la historia de Europa”. Y tan propia, porque en ella conviven el amor, la inocencia y el espíritu burlón de Ernst Lubitsch con secuencias de animación y la sombra del fascismo.
Su gran olfato para los actores le guió esta vez hasta Ralph Fiennes. El inglés no se encuentra entre la nómina de miembros estables del clan Anderson, pero encontró en él todo lo que buscaba: “La verdad es que hemos disfrutado juntos con el rodaje y es un actor que se entrega en cuerpo y alma a su trabajo. Yo sabía que podía dar todo lo que el personaje necesitaba porque es inteligente y, sobre todo, muy bueno con los diálogos”.
Protagonista europeo, escritor europeo, ambiente europeo. Un buen momento para preguntar sobre los directores del viejo continente que le apasionan. Aquí viene la sorpresa: “Uno de mis favoritos es Pedro Almodóvar”. Si se piensa bien, los mundos del texano y del manchego no están tan alejados… al menos desde un punto de vista estético. Pero Anderson tiene sus propios argumentos. Y son muy claros. “Siento un gran amor por su obra. Durante años ha estado imaginando historias y personajes muy diferentes, pero siempre son un reflejo de su personalidad. Además, se rodea de un grupo de actores más o menos estable. En ese sentido, me recuerda también a la forma de trabajar de otro gran director como Bergman”. Y algo más le une al director español, su gusto por la moda. Anderson suele vestir con traje de chaqueta, de corte retro y aspecto vintage. Su imagen es parecida a la que lucía el zorro de Fantástico Mr. Fox, su película de animación. Aunque esquiva la pregunta sobre su diseñador favorito: “Te puedo decir que me encanta la moda y la ropa, y que las considero vitales para el cine, porque sirven para expresar los estados de ánimo de los personajes. Pero no tengo ningún diseñador que me guste en especial”. En El Gran Hotel Budapest ha colaborado con Milena Canonero. Palabras mayores. Ella es la responsable del vestuario de El Padrino III, Barry Lyndon o La naranja mecánica. Tres Oscar avalan su buen gusto con las telas. “Trabajar con ella ha sido un motivo de felicidad, muchas noches cenaba con ella, en el set del hotel, y ha sido un verdadero placer”. Y toca despedirse. Quizá salga pronto el tren que le lleve al reino fantástico de Zubrowka, donde todos querríamos estar (al menos) una vez en la vida.