Cuando era pequeña, me presentaron al físico húngaro Leo Szilard como un sujeto ejemplar de la Ciencia: un hombre que logró avances fundamentales en la física nuclear, pero cuyo profundo sentido del deber moral lo llevó a denunciar los mismos progresos que él había ayudado a conseguir.
Sólo más tarde aprendí una versión alternativa de la historia.
Hace 80 años, en octubre de 1933, Szilard estaba en Londres, en tránsito tras dejar la Alemania nazi, cuando se le ocurrió una idea que conduciría directamente al arma de guerra definitiva: la bomba atómica.
Un artículo publicado en el diario británico The Times dos semanas antes informaba sobre una conferencia brindada por Lord Rutherford, el físico neozelandés ganador del Premio Nobel y titular del Laboratorio Cavendish en Cambridge. Rutherford había descrito la posibilidad de dividir el átomo bombardeándolo con protones, pero había descartado la posibilidad de controlar la energía liberada como una posible fuente de energía diciendo que era una tontería.
La historia llamó la atención de Szilard, quien la analizó de obsesivamente. ¿Seguro Rutherford estaba equivocado? Luego, en una mañana gris y deprimente, mientras esperaba que cambiara la luz del semáforo para cruzar a pie la transitada calle Southampton Row, cerca de su hotel, la respuesta le vino a la mente en un destello.
Si un neutrón disparado contra un átomo, produce la generación de, digamos, dos neutrones, que a su vez colisionan cada uno contra otros átomos, que liberan cada uno dos neutrones, que luego colisionarán contra otros átomos… se desencadenaría una reacción nuclear en cadena, liberando inimaginables cantidades de energía.
Hacerla pero no usarla
Szilard cuenta dos versiones de la historia, con algunas pequeñas diferencias. Pero su relato es consistente y muy vívido.
Szilard reconoció inmediatamente la importancia de su idea. Para asegurarla, la patentó en el nombre del Almirantazgo Británico. La patente incluía una clara descripción de las “reacciones en cadena inducidas para crear explosiones”.
En agosto de 1939, cuando Szilard ya estaba en Estados Unidos, le escribió al presidente Franklin Roosevelt para informarle que “una reacción nuclear en cadena con una extensa masa de Uranio” era sin duda posible, y que podía llevar a la construcción de “bombas extremadamente poderosas de un nuevo tipo”.
“Una sola bomba de esta clase podía ser transportada en barco hacia un puerto, y allí podía destruir sin problemas todo el puerto y parte del territorio que lo rodeaba” – Advertencia de Szilard a Roosevelt
Alemania, advertía, podía estar en ese momento desarrollando ese tipo de arma. “Una sola bomba de esta clase podía ser transportada en barco hacia un puerto, y allí podía destruir sin problemas todo el puerto y parte del territorio que lo rodeaba”.
La carta fue firmada por Szilard y Albert Einstein. Para cuando le llegó a Roosevelt, Alemania ya había invadido Polonia. Con la guerra convertida en certeza, el presidente estadounidense entendió la urgencia. Un comité fue establecido para estudiar la iniciativa atómica, del que luego surgiría el llamado Proyecto Manhattan, un programa increíblemente ambicioso y financiado ampliamente para desarrollar una bomba atómica en el menor tiempo posible.
Pero menos de seis años después, en 1945, Szilard abogó con la misma pasión para disuadir al gobierno de Estados Unidos de usar la bomba atómica contra una población civil. Él entendía mejor que nadie la enorme devastación que esa bomba podía desatar. Pero su petición, aunque firmada por una gran cantidad de físicos nucleares, nunca le llegó al presidente.
No tan claro
Tan devastado estaba Szilard de no poder evitar los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki (concluye la historia con la que yo crecí) que renunció a seguir trabajando en física nuclear. Cambió áreas de investigación por completo y se dedicó a la biología molecular, un campo que se concentraba en los orígenes de la vida, no en su destrucción.
Para mi padre, el científico Jacob Bronowski (autor de la serie documental científica “El Ascenso del Hombre”), este audaz paso capturaba la esencia de la responsabilidad moral científica. Y así cargué la historia de Szilard conmigo mientras crecía.
Hoy, sin embargo, sé que aunque sea inspirador, hay algunos problemas con este relato. Como suele suceder con las historias, debemos tratar con cautela las narrativas que se ajustan con tanto esmero a los intereses y las preocupaciones de la época en que fueron escritas.
En el tiempo en que me contaron esta historia, Reino Unido estaba sumergido en la profundidad de la Guerra Fría. En los años de la postguerra era imposible para Szilard (y para mi propio padre) conseguir un trabajo o un proyecto científico que involucrara física nuclear, debido a las simpatías comunistas de su juventud.
Entonces Szilard no dejó la física por su propia voluntad. Al final de la guerra fue abruptamente alejado del Proyecto Manhattan por su jefe militar, el general Leslie Groves. Groves siempre sospechó que él tenía simpatías con los rusos y ahora lo consideraba un alto riesgo de seguridad. Forzado a cambiar de área, Szilard fue sin duda profético al elegir biología molecular, que en menos de una década revelaría “el secreto de la vida” en la forma de la estructura del ADN.
Un proyecto internacional
Los cuentos ejemplares de mi padre se aclaran un poco más cuando uno considera la forma en que nos presentan el camino hacia la bomba atómica. Nos muestran un desarrollo continuo desde la conferencia de Rutherford en Londres; a través del viaje de Szilard (y sus compañeros emigrados) desde la Alemania nazi a Estados Unidos, pasando por Londres; y desde la obsesión de Szilard con la potencial amenaza las armas nucleares hasta el proyecto Manhattan, con el desenlace triunfal -o trágico- pero estadounidense.
Pero en realidad el húngaro Szilard realizó las primeras investigaciones con el emigrado italiano Enrico Fermi, e incluso trabajó con él en los primeros años del Proyecto Manhattan, donde ambos lograron crear una reacción en cadena controlada, el prerrequisito para el funcionamiento de una bomba.
Mientras, en Reino Unido se avanzaba considerablemente hacia un arma nuclear en el proyecto llamado Tube Alloy, con el apoyo directo del primer ministro Winston Churchill, quien -según nos cuenta el autor Graham Farmelo en su libro reciente- estaba sorprendentemente al tanto de todas las novedades en el campo de la física.
En septiembre de 1940 una misión le entregó los secretos del proyecto Tube Alloy a los estadounidenses, para que lo desarrollaran con mayores recursos financieros y de personal. Entonces, el trabajo británico también fue una contribución vital.
Aquí tenemos una historia mucho más fragmentada e internacional, donde no está claro si una nación puede al final arrogarse el crédito o la culpa de la ciencia y la ingeniería detrás de la bomba atómica. Ni tampoco tiene el mensaje claro y didáctico de mi versión original.
Razones subyacentes
Las narrativas históricas nunca existen sin una motivación. La generación de mi padre vivió bajo la sombra de Hiroshima y Nagasaki. Él fue enviado allí a hacer reconocimiento sólo unos meses después del impacto de las bombas y vio las consecuencias de cerca.
Él me contó una historia que redimía al científico de la enormidad de los eventos provocados por esa investigación fundamental en la Física.
Era una historia que le atribuía al científico la responsabilidad por las aplicaciones letales de la investigación “pura”, y proponía a Szilard como una figura icónica, por reconocer y asumir esa responsabilidad.
La historia de mi padre sobre Leo Szilard puede no haber sido la verdad. Pero me enseñó, como niña, una lección duradera y beneficiosa sobre la ciencia y los valores humanos.
Fuente: (BBC)