Tener altas expectativas genera frustración cuando las cosas no se dan como esperábamos. ¿Será que es mejor esperar siempre lo peor?
¿No seríamos más felices si camináramos por el mundo creyendo que todo será catastrófico? Así nos aseguramos que la vida siempre nos dé más de lo que esperamos ¿No?
Sin expectativas ¿el secreto de la felicidad?
Vamos a ver una película que creemos buenísima y salimos frustrados. Vamos a ver la misma película jurando que es pésima y salimos felices. Entonces la cosa está clara: hay que pensar que todo va a ser terrible siempre y así la vida siempre nos va a sorprender positivamente.
Pero si de verdad consiguiéramos pensar así, sentir profundamente que todo va a salir mal ¿de donde sacaríamos la fuerza y la convicción para esforzarnospor cosas que consideramos importantes? ¿Para qué trabajar, si todo va a estar pésimo? ¿Para qué pasar tiempo con mi familia si creo que no lo disfrutaré?
Para un pesimista absoluto, esforzarse no tiene ningún sentido y el dejar de esforzarnos por las cosas que nos importan, inevitablemente volverá nuestra visión fatalista en una profecía auto-cumplida. Difícilmente las cosas van a salir bien si no nos esforzamos por ellas. Es entonces que surge la (aparente) paradoja: ¿Qué conviene? ¿Mantener las expectativas altas siempre, con el constante peligro de vivir defraudándonos o mantenerlas bajas siempre, con el peligro de convertirnos en unos amargados?
Requisitos para ser feliz.
La vida está llena de desafíos por los que vale la pena luchar: desde la pelea por que se respeten los derechos de las personas hasta hacer un paseo en familia. Y natural e inevitablemente, tendremos una idea de cómo se desarrollarán estos proyectos a futuro. Esa idea, muchas veces idealizada, es la que nos mueve, la que nos motiva a esforzarnos, a poner de nuestra parte para hacer realidad nuestros planes, por muy banales que estos sean (como el simple hecho de ir a ver una película). Porque las buenas expectativas son nuestro mejor “jefe de obra” y juega un papel clave durante el proceso productivo para terminar aquello que nos proponemos.
Lo importante es estar conscientes que, aunque un gran entusiasmo nos ayuda a avanzar, si transformamos las expectativas en la vara para medir nuestro éxito, difícilmente vamos a poder alcanzarlo corriendo el peligro de convertirnos en unos caprichosos inconformistas. Porque los proyectos nunca se vuelven realidad tal y como los planeamos: a veces se superan, otras no se alcanzan, y muchísimas veces el resultado es tan diferente a lo que imaginamos, que ni siquiera se vuelve comparable.
Disfrutar de lo bueno.
No importa el desafío que nos propongamos ni lo catastrófico que pueda ser el resultado: siempre hay algo bueno, por muy pequeño que sea, que podemos sacar en limpio. Las expectativas entusiastas son una gran ayuda anímica para avanzar, pero necesitamos despojarnos de ellas a la hora de sacar las cuentas, de evaluar el éxito o de disfrutar el resultado. Porque la vida nunca es como la planeamos y si esperamos poder predecir el futuro para estar felices, entonces siempre viviremos frustrados. Disfrutar la vida requiere de apuestas, de riesgos y de esfuerzos, así como de expectativas optimistas que nos ayudan a tomarlos. Pero para disfrutarla a concho, también se requiere ser flexible, creativo, capaz de reaccionar y disfrutar con las cosas pequeñas, pues es en esos momentos en los que más necesitamos liberarnos de las ideas preconcebidas que tenemos de la vida, tanto en los grandes desafíos como en los asuntos más cotidianos.
Las expectativas optimistas son una excelente gasolina, pero una mala regla para medir la felicidad. De nosotros depende escucharla en los momentos adecuados e ignorarlas a la hora disfrutar. Así podremos avanzar por la vida con una mirada positiva (y no impositiva) que nos permita valorar de cada regalo que encontremos en el camino, sin importar lo pequeño que este sea.
Fuente: El Definido