La primera vez que Marcos Rodríguez Pantoja se sentó frente a un plato de sopa no supo qué hacer. Lo miró detenidamente, ahuecó la palma de su mano y la introdujo en él. El contacto con el líquido hirviendo le hizo pegar un salto y el plato acabó hecho trizas en el suelo.
Corría el año 1965 y él tenía 19 años, pero hacía más de una década que no se sentaba frente a un ser humano que le ofrecía algo para comer.
Venía de pasar 12 años solo en medio de la sierra, con lobos, cabras, serpientes y otros animales como única compañía.
Marcos Rodríguez Pantoja pasó gran parte de su infancia y juventud alejado de todo contacto humano en la Sierra Morena, en el sur de España.
Cuando era pequeño –»yo tendría unos 6 o 7 años», recuerda- su padre, que se había vuelto a casar, lo vendió a un cabrero que se lo llevó a Sierra Morena, un lugar agreste y de difícil acceso en el sur de España, para ayudar a un viejo pastor a cuidar su rebaño.
Al poco tiempo el pastor murió y Marcos se quedó solo. Más asustado de la gente -después de años de maltratos y golpizas que le propinaba su madrastra- que de la soledad del monte, Marcos nunca intentó regresar, hasta que lo encontró la Guardia Civil en el 65 y se lo llevó por la fuerza a Fuencaliente, un pequeño pueblo a los pies de Sierra Morena.
Aunque ya han pasado casi 50 años, Marcos todavía recuerda vívidamente su paso por la sierra y el impacto que le produjo el regreso.
En el monte
«Para mí aquello era la gloria porque ya no me pegaban palizas» – Marcos
«Al principio yo lo pasé muy mal. No sabía qué comer, le tenía miedo a los animales y al viejo. Pero después nos hicimos amigos y con los bichos también. Y así fue como empecé a sentirme muy bien. ¡Me sentía estupendamente!, dice Marcos.
«Para mí aquello era la gloria porque ya no me pegaban palizas», añade.
Lo poco que le enseñó el pastor antes de morir fue suficiente para que no pasase hambre. Aprendió a cazar conejos y perdices con trampas hechas de palillos y hojas, y a despellejar a los animales para aprovechar su carne y su piel.
«Para comer me guiaba por los bichos. Lo que comían ellos lo comía yo», cuenta. «Los jabalíes comían unas patatas que estaban enterradas. Las encuentran porque las huelen. Cuando iban a desenterrarlas yo les tiraba una piedra, ellos se escapaban y entonces yo me robaba las patatas».
Librado a su suerte, Marcos asegura que estableció un vínculo especial con los animales.
«Un día me metí en una lobera a jugar con unos cachorritos que vivían allí y me quedé dormido. Cuando desperté, la loba estaba cortando carne de ciervo para los cachorros. Yo traté de quitarle un pedazo, porque también tenía hambre y me pegó un zarpazo», dice imitando el gesto de la loba.
«Cuando terminó de alimentar a sus cachorros, me miró y me tiró un trozo de carne. No quería tocarlo porque pensé que me iría a atacar, pero me lo fue acercando con el hocico. Lo cogí, lo comí y ella se me acercó. Pensé que me iba a morder, pero sacó la lengua y me empezó a lamer. Después de eso, ya era uno más de la familia. Íbamos a todos lados juntos», recuerda.
Marcos también asegura que tenía además una serpiente como compañera. «Vivía conmigo en la cueva de una mina abandonada. La crié de pequeñita. Le había puesto unas ramitas para hacerle un nido y le daba leche de las cabras. Me seguía a todos lados y me protegía», asegura Marcos.
«Los jabalíes comían unas patatas que estaban enterradas. Las encuentran porque las huelen. Cuando iban a desenterrarlas yo les tiraba una piedra, ellos se escapaban y entonces yo me robaba las patatas.» – Marcos
¿Pero nunca te sentías solo?, le pregunto.
«Nooooo», dice enfático. «Me sentía un hombre feliz porque tenía todo lo que quería, yo no conocía otra cosa. Yo me sentía solo cuando no sentía a los bichos, porque por la noche siempre hay un bicho que canta”, me cuenta y, acto seguido, se pone a imitar el sonido del ciervo, el zorro, el búho y otros animales que le hacían compañía.
Cuando contestaban, «yo me iba a dormir tranquilo porque sabía que no me habían dejado solo».
Así, los sonidos y los gruñidos fueron ganándole espacio a las palabras hasta que dejó de hablar.
La visión de Marcos
Hoy, Marcos habla hasta por los codos. Y quizá sea por su manera de expresarse y porque Marcos es a todas luces un gran contador de cuentos –sabe exactamente cuándo hacer una pausa, cuando un ruido o un golpe seco para aumentar la tensión dramática que de por sí la historia ya tiene- que me pregunto cuán cierta es su historia.
¿Pueden acaso los lobos y los hombres ser «amigos» o las serpientes «fieles protectoras»?
“Lo que ocurre es que Marcos no cuenta lo que sucedió, sino lo que él cree que sucedió”, señala Gabriel Janer Manila, escritor y antropólogo de la Universidad de las Islas Baleares, en España, que hizo su tesis sobre el caso de Marcos y 30 años más tarde publicó una novela juvenil sobre su vida.
«Pero eso es lo que hacemos todos: presentamos nuestra visión de los hechos», acota.
«Cuando Marcos ve una serpiente y le da leche, y luego la serpiente vuelve, él dice que es su amiga. La serpiente no es su ‘amiga’. Va porque él le da leche. Él dice ‘ella me protege’ porque está contando lo que él cree que ha sucedido”.
Y esta forma de interpretar los hechos, su imaginación -y su inteligencia-, fue lo que le permitió sobrevivir en la soledad de la sierra, explica el antropólogo.
No hay que olvidar tampoco que conocía muy bien el entorno, agrega. «Ya llevaba un adiestramiento en las formas de vida de allí. Vivía con sus padres en pleno bosque. Hacían carbón y le obligaban a recoger bellotas todos los días».
Testigos
El antropólogo Gabriel Janer Manila conoció a Marcos Rodríguez Pantoja en 1977, lo filmó y estudió su historia, la de un hombre que vivió 12 años solo entre los lobos. Vea las imágenes que filmó entonces Janer Manila.
Fue gracias a Janer Manila que el caso de Marcos se dio a conocer. Después de toparse con la historia por casualidad se entregó a estudiarla de lleno.
Janer Manila escuchó y filmó a Marcos diez años después de que regresara de la sierra. En las grabaciones se ve a un hombre joven describiendo con candidez sus aventuras, aliviado de que por fin alguien quisiera escucharlo.
«Mi primera impresión fue de asombro. Era un joven agradable con ganas de comunicarse con la gente, a pesar de sus limitaciones. Había empezado a decepcionarse de las personas y a descubrir que muchas no eran inocentes», recuerda.
«Pero al principio, cuando la oí, no me la creía. Pensaba: ‘no puede ser’. Pero el relato era tan coherente y tan bien contado, y además, cada vez que volvía a contarlo usaba las mismas palabras. Así que yo me dije ‘tengo que verificar todo esto'».
Tras finalizar su grabación con Marcos, Janer Manila viajó a los lugares que él le había nombrado y habló con la gente que lo conoció.
Muchos –no todos quisieron hablar por temor a que quedara en evidencia la injusticia que se había cometido contra Marcos- ofrecieron un testimonio clave que le permitió al antropólogo corroborar la veracidad de varias partes de la historia.
«Hablé con gente que lo había tratado cuando lo encontraron, con las personas que lo acogieron en su casa, con la empleada que lo bañó por primera vez, con el seminarista que se ocupó de él… Toda esta gente me describía su forma de ser, destacaban su carácter salvaje, su ignorancia del mundo social y su incapacidad para cumplir con ninguna regla en un juego. El relato coincidía con el de Marcos», afirma Janer Manila.
«Y cuando lo he visto contar su historia después», dice en referencia a las entrevistas que Marcos dio hace algunos años después del estreno en 2010 de la película «Entrelobos» de Gerardo Olivares, inspirada en su historia, «él no ha cambiado su relato».
Entre monjas y militares
Marcos describe su regreso a la sociedad como el momento en que más miedo tuvo en su vida. «No sabía para donde tirar, sólo quería escaparme al monte».
Cada una de las experiencias que vivió fue traumática: desde su primera visita a la barbería –cuando creyó que el barbero iba a degollarlo con su navaja- hasta las peleas con las monjas de un centro para convalecientes en Madrid donde pasó una temporada, que intentaban hacerlo dormir en una cama, un hábito, que según recuerda Janer Manila, le costó mucho adoptar.
«Una vez alquiló un pequeño departamento y me lo mostró. En la habitación donde dormía no tenía ni cama ni muebles, había mantas por todo el suelo y una cantidad desparramada de hojas de revistas y periódicos arrugados, como si hubiese un animal ahí dentro. Cuando vi aquello y le pregunté si no estaría mejor en una cama, me dijo que no».
Sin embargo, lo que más alteró a Marcos en un principio fue el barullo de la ciudad.
«No podía con tanto ruido. Gente pa’ acá, gente pa’ allá, ¡como las hormigas! Pero las hormigas siempre van por un carril, y la gente iba de un sitio a otro”.
El encuentro con su padre, sin embargo, no le produjo emoción alguna. Cuando la Guardia Civil lo localizó para reconocer a su hijo, el padre, un hombre ya viejo y casi ciego, volvió a encontrarse cara a cara otra vez con Marcos.
«Cuando lo vi no sentí nada de nada», recuerda con indiferencia.
«Lo único que me preguntó al verme fue: ‘¿Dónde está tu chaquetilla?’, como si todavía pudiese seguir usando la misma ropa que tenía cuando me fui».
que adquirió y le regalaron a lo largo de los años.
Las monjas de Madrid le enseñaron a desenvolverse, me cuenta.
«Cuando me sacaron de allí lo primero que tendrían que haber hecho es haberme metido en un colegio, enseñarme a hablar, a andar por el mundo. ¿Para qué me hacen hacer la primera comunión y el servicio militar? » – Marcos
«Me enseñaron a comer, me pusieron una tabla en la espalda para caminar derecho porque yo andaba todo torcido de andar por la sierra», explica. Y recuerda también que lo tuvieron que poner en una silla de ruedas porque no podía caminar después de que le cortaron los callos de los pies.
Lo que siguió fue un peregrinar de una ciudad a otra por diversos trabajos, más que nada en el sector de la hotelería, y un breve paso por el servicio militar. Por su ingenuidad y su falta de experiencia, muchas veces se aprovecharon de él y terminó viviendo en condiciones de miseria en Málaga. Hasta que la buena suerte y la generosidad de un policía retirado lo llevaron a Rante, un pequeño pueblo cerca de Orense, en Galicia.
Aunque Marcos acepta su realidad sin reproches -a lo largo de nuestra charla repite una y otra vez «lo que hay es lo que hay»- cree que su vida hubiese sido distinta si el Estado hubiese intervenido a tiempo.
«Cuando me sacaron de allí lo primero que tendrían que haber hecho es haberme metido en un colegio, enseñarme a hablar, a andar por el mundo. ¿Para qué me hacen hacer la primera comunión y el servicio militar? ¿Para que supiera pegar tiros y matar gente?», dice, y por primera vez su voz denota rabia.
En la guarida de Rante
En Rante, donde Marcos vive desde hace cerca de 15 años, todos conocen su historia.
Su morada es una casa pequeña de techos bajos -que bien podría ser una cueva- atiborrada de recuerdos: fotos, dibujos, una curiosa colección de encendedores y un patio repleto de flores y plantas.
En la esquina de la sala hay un piano. Marcos aprendió a tocar de oído y no lo hace nada mal.
Cuenta que tuvo alguna que otra novia, pero hoy está solo. Tiene muchos amigos, eso sí, y gente que lo quiere y lo ayuda.
Ya no trabaja -cobra una media pensión por un accidente que tuvo cuando trabajaba en la construcción- pero siempre que puede echa una mano en el bar.
«Marcos es una persona muy buena, un poco infantil pero muy buen chico, se hace querer, siempre está aquí» – Maite, dueña del bar de Rante
«Marcos es una persona muy buena, un poco infantil pero muy buen chico, se hace querer, siempre está aquí», dice Maite, la dueña del bar.
Desde que está en Galicia ya no quiere ir a otra parte, aunque alguna que otra vez en algún momento oscuro se le cruzó por la cabeza regresar al monte.
«Se me ocurrió muchas veces. Pero ya me había metido en esta vida y vi que había muchas cosas que allá no tenía, como la música o las mujeres. La mujer tira mucho», dice con una sonrisa pícara.
«Ahora ya estoy acostumbrado a esto y me quedo acá».
Fuente: (BBC)