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Cuando la gente quiere hablar mal de la ciencia siempre se refiere a cómo ésta no ha logrado hallar la cura de enfermedades como el cáncer, el sida o el catarro común.

Hacerlo es muy injusto, porque la calidad de la quimio y radioterapia contra el cáncer, junto con los avances en cirugía, hoy permiten salvar miles de vidas que hace dos o tres décadas hubieran estado condenadas.

En cuanto al sida, el rápido desarrollo de pruebas diagnósticas y de medicamentos antirretrovirales (el VIH es un “retrovirus”) permitió comenzar de inmediato el combate a la pandemia. Y el desarrollo de las terapias múltiples (de “coctel” o, como se las conoce actualmente, “terapias antirretrovirales altamente activas”) que someten al virus a un triple ataque con medicamentos, que le impide mutar simultáneamente para volverse resistente a todos, han convertido la infección con VIH en una enfermedad prácticamente crónica. Hoy toda persona infectada puede hacerse la prueba y recibir tratamiento; nadie debería ya morir de sida. (Tampoco nadie debería ya infectarse, pues todos sabemos que el uso correcto y constante del condón lo impide, pero eso es otro problema.)

¿Y el catarro? Bueno, quizá ahí sí la ciencia nos ha quedado a deber algo… Pero, ¿por qué la terapia antirretroviral no logra curar la infección, sólo controlarla? Como dicen Robert Siliciano, de la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, Estados Unidos, y sus coautores en un artículo recién publicado en la revista científica Cell, porque “en las células CD4+ inactivas persisten provirus latentes”.

En otras palabras, porque dentro de esas células (que son a las que infecta y destruye el VIH, inactivando así al sistema inmunitario y abriendo la puerta a las múltiples infecciones que constituyen el síndrome de inmunodeficiencia adquirida), a veces queda insertado el genoma del virus (al que se llama entonces “provirus”). Esto se debe precisamente a que el VIH es un retrovirus: su genoma no está hecho de ácido desoxirribonucleico, ADN, como de la mayoría de los seres vivos, sino de su primo, el ácido ribonucleico, ARN. El virus primero tiene que convertir su información genética a ADN, usando una enzima llamada “retrotranscriptasa” –de ahí lo de retrovirus– para que la maquinaria de la célula infectada pueda leerla y fabricar nuevos virus.

Pero esto también permite que el ADN del virus se inserte en el ADN de la célula humana. Cuando una persona infectada recibe tratamiento, éste mata al virus, pero si deja de tomarlo puede salir de su escondite en el genoma de las células CD4+ infectadas y volver a causar daño.

Hasta ahora se estimaba que sólo una de cada mil células tenían estos “provirus” esperando a resurgir. Pero la investigación de Siliciano revela que la cantidad de estas “bombas de tiempo”, como las llamó el experto español José Alcami en una entrevista publicada en el diario El mundo, es quizá 60 veces mayor.

Esto resulta un verdadero balde de agua fría para las esperanzas de desarrollar una cura para personas infectadas, que dependían de hacer salir a estos virus ocultos para poder eliminarlos, activando a esas células CD4+ infectadas.

Es mejor saberlo; así, los científicos sabrán mejor el tamaño del reto al que se enfrentan en la búsqueda de la ansiada cura. Sí: a veces la ciencia da malas noticias. Aún así, el conocimiento que nos aporta es valioso.

La ciencia por gusto