Tomar las decisiones correctas no siempre es fácil; y menos todavía si nuestro propio cerebro nos engaña. Por eso es conveniente conocer en qué consisten esos errores que cometemos subconscientemente: así podremos decidir de un modo más racional.

Sabiendo cuáles son, será más fácil que nos demos cuenta de que no estamos tomando el camino más adecuado en una determinada situación… incluso si finalmente decidimos seguir nuestros instintos y obviar los siguientes errores que cometemos cada día, recopilados por Belle Beth Cooper y publicados en “Business Insider”:

 

Rodearnos sólo de ideas y personas que apoyan nuestras creencias

Nuestras amistades suelen estar compuestas por individuos que tienden a tener, si no una filosofía de vida parecida a la nuestra, sí comportamientos que consideramos adecuados y similares a los propios. Eso significa que, para reafirmar nuestra ideología, evitamos enfrentarnos a informaciones o personas que la contradigan. Preferimos nutrirnos de hechos que confirmen lo que defendemos, una tendencia psicológica denominada sesgo de confirmación.

Esta actitud se confirma en un estudio de la Universidad Estatal de Ohio: cuando leemos una opinión que se alinea con la nuestra empleamos hasta un 36% más de tiempo en ello.

Sin embargo, la única manera de impedir que nuestros principios nos encierren completamente en un mundo equivocado es desafiar esas creencias habitualmente. Hemos de intentar situarnos en un plano imparcial, donde no nos convirtamos en nuestro peor enemigo a la hora de tratar de alcanzar la objetividad.

 

Intercambiar factores y resultado

En ocasiones, llegamos a la conclusión de que algo tiene un cierto efecto -bueno o malo- sin tener en cuenta qué papel juegan sus componentes. Es decir, juzgamos el contenido por el envoltorio, como nos ocurre, por ejemplo, con las universidades más prestigiosas del mundo. ¿Nos hemos parado a pensar que quizá Harvard o Stanford obtienen excelentes resultados porque reciben a los mejores alumnos y no tanto por su calidad de enseñanza? ¿O que las modelos no son como son gracias a los tratamientos de belleza que anuncian? ¿Y qué hay sobre el envidiado cuerpo de los nadadores? En realidad, y como defiende Rolf Dobelli en su libro El arte de pensar, en el físico de esos deportistas influye mucho más su genética que el entrenamiento.

Por mucho empeño que pongamos en tener un cuerpo escultural, una cara bella y joven o una inteligencia brillante, nadar, embadurnarnos de cosméticos o matricularnos en Oxford probablemente no nos sirva de mucho. Donde sí funciona este factor es en el mundo de la publicidad, ya que, sin él, muchas de las campañas no cuajarían entre el público.

 

Dar importancia a cosas irrecuperables

En su libro Pensar rápido, pensar despacio, el psicólogo Daniel Kahneman explica que, debido a la prevalencia evolutiva de los organismos que priorizan evitar amenazas antes que maximizar las oportunidades, con el paso del tiempo, nuestro comportamiento ha terminado dando más importancia a las pérdidas que a los beneficios que algo pueda aportarnos. La siguiente reflexión podría aclarar este punto: ¿Qué sentimiento supone un mayor impacto -positivo o negativo-, el nacimiento de un hijo o la muerte del mismo?

Cuando lo que no se puede recuperar es el dinero, un ejemplo que podría ilustrar esta manera de pensar sería este: comprar una entrada de cine para ver una película y quedarse hasta el final incluso si es el peor filme de la historia, con la excusa de que, así, la pérdida es menor que en caso de abandonar la sala. No obstante, lo mejor sería dejar atrás el pasado -el dinero invertido- y disfrutar del presente, saliendo del cine y haciendo algo que realmente mejore nuestra vida. De lo contrario, ese pasado nublaría el citado presente y quizá el futuro.

Predecir basándonos en probabilidades

Cuando algo ha ocurrido muchas veces, tendemos a pensar que, más adelante, habrá más opciones de que adivinemos cuál será el próximo resultado. Pero, al igual que al lanzar una moneda al aire, que salga cara o cruz no depende de lo que haya salido antes, por mucho que tras 10 cruces seguidas pensemos que es más probable que lo siguiente sea una cara.

Este comportamiento del cerebro humano puede tener consecuencias muy negativas en el caso de los adictos al juego. Muchos creen que los buenos resultados llegarán tarde o pronto, aunque al final no sea siempre así. Para entonces puede ser demasiado tarde.

 

Autoengañarnos con compras innecesarias

Se trata de un pensamiento comparable al síndrome de Estocolmo… pero en versión shopping. Si compramos algo que no nos hace falta o no es lo que esperábamos, solemos autoconvencernos de que no es tan malo y sí podría tener alguna utilidad. Esto responde a nuestra predisposición a esquivar la disonancia cognitiva, estado en el que dos ideas contrarias chocan entre sí, provocándonos una situación de falta de armonía que en ocasiones se vuelve insoportable. Pero evitar este fenómeno es complicado porque generalmente actuamos antes de reflexionar, movidos por impulsos, y dejando el razonamiento para después.

 

Decidir por comparación

En lugar de tomar una decisión teniendo en cuenta todas sus ventajas e inconvenientes, habitualmente nos decantamos por algo tras compararlo con otra cosa. Un ejemplo de esta manera de pensar es el surgido de un experimento del psicólogo Kahneman: puso a la venta dos tipos de chocolate: uno genérico y otro de mucha calidad. El simple costaba 1 céntimo y el prestigioso, 15 céntimos. La mayoría optó por gastarse 15 céntimos, debido a que se encontraban ante una ganga. Sin embargo, después repitió la prueba con otro grupo y cambió los precios. Ahí, el chocolate corriente pasó a ser gratis y el de calidad, costaba 14 céntimos. Aunque el mejor de los chocolates estaba aún más barato, la mayor parte prefirió no pagar nada.

Otro caso en el que puede observarse este comportamiento es cuando nos encontramos con un precio trampa, que parece valorar igual dos productos en principio caros, pero cuya calidad o cantidad difiere en gran medida. Al hacer esto, el que ofrece más ventajas obtiene el favor de muchos consumidores, algo que no sucedería si no existiese ese otro producto con el que compararlo. Sin él, las ventas del producto de calidad descenderían en favor de otros peores que tuviesen un precio mucho menor.

Fiarnos de los recuerdos más que de las evidencias científicas

Un estudio llevado a cabo en Chicago asegura que nuestros propios descubrimientos y experiencias nos llevan muchas veces a dejarnos llevar por ellos, sin atender a los hechos objetivos, ignorándolos aunque estén claramente frente a nosotros. Si en un ejercicio nos piden determinar si en un texto hay más palabras acabadas en “ando” -como “terminando”- o vocablos cuya penúltima letra sea la “d”, la mayoría de nosotros dirá que abundan en mayor medida los términos que finalizan en “ando”, puesto que nos vienen a la memoria muchos más gerundios que palabras con la letra “d” en la posición mencionada. Sin darnos cuenta, pasamos por alto que en todos esos gerundios también se cumple la otra opción y caemos en el error de responder incorrectamente por obedecer a nuestros recuerdos.

Guiarnos por estereotipos

Las investigaciones de Daniel Kahneman y Amos Tversky explican este fallo de nuestros pensamiento con el siguiente caso: “Linda tiene 31 años, es una filósofa soltera, abierta y muy brillante. Cuando era estudiante se implicaba mucho en asuntos de discriminación y justicia social, y también participó en demostraciones antinucleares”. Tras presentárselo a varias personas, les hicieron una pregunta: “¿Qué es más probable, que Linda sea una empleada de banca… o una empleada de banca y, a la vez, activista feminista?”.

El 85% eligió la segunda opción por ser más detallada y reforzar el estereotipo de que las feministas se preocupan más por las causas sociales. Pero lo más probable es precisamente lo contrario, puesto que si la segunda fuese cierta, la primera automáticamente también; algo que no ocurre en el otro caso. Una prueba más de que los estereotipos suelen cegarnos incluso si desafían la lógica.

Fuente: siete24