La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, no se anduvo por las ramas y dijo: “Esta violencia va contra todo lo que creemos que es el futbol, un deporte de pasión; pero también de tolerancia. En el país del futbol no podemos convivir con la violencia en los estadios.”

Dura en extremo cuando ha tenido que serlo, la mandataria, que se caracteriza por asumir correctivos disciplinarios que a estas alturas no sorprenden ?destituyó a siete ministros del gabinete presidencial por ineptos y corruptos antes de cumplir su primer año de gobierno- externó esa opinión al enterarse del saldo del enfrentamiento entre dos grupos de aficionados rivales en la Arena Joinville del estado de Santa Catarina, sur del país, el pasado 8 de diciembre.

Como si Brasil no tuviera suficiente con los problemas de organización de la XX Copa Mundial de futbol, tres personas resultaron heridas ?una de ellas grave- en gresca en la cual el único castigado fue el árbitro Ricardo Ribeiro, en momentos en que la nación sudamericana debió encender “luces rojas” de alarma, dadas las condiciones en que están algunas de sus sedes mundialistas.

La Arena Baixada de Curitiba, con problemas en su fase de remodelación, es cercana al local del Atlético Paranaense, uno de los equipos involucrados en el casus belli: el otro fue el Vasco da Gama de Río de Janeiro, derrotado por 5-1, y a punto de irse a la Segunda División por segunda vez en su historia.

En el estadio de Curitiba, con aforo para 40 mil espectadores, inaugurado en 1914 y reinaugurado en 1999 con costo de 234 millones de dólares, será donde jueguen selecciones como Irán, Nigeria, Honduras, Ecuador, Australia, España, Argelia y Rusia entre los días 16 y 26 de junio.

Esas bandas se autonombran “falanges”, “comandos”, “brigadas” y “escuadrones”, cuyas acciones preocupan seriamente luego de que el mundo contempló horrorizado imágenes que se han repetido con mayor o menor gravedad desde que, en 1985, “hooligans” europeos cobraron centenar de muertos en el estadio Heyssel de Bruselas.

Algo similar ocurre en un Brasil donde las torcidas ?que en sus luchas cuerpo a cuerpo han dejado 30 muertos en 2013- no sólo adoptan nombres que evocan destrucción total, sino que estimulan al máximo la violencia que tanto preocupa a Rousseff, en batallas como las que ejercitan las “barras bravas” argentinas, cuya exportación a México se atribuye a directivos del club Pachuca, decano del futbol de aquel país.

En el sur de Brasil esos grupos son pequeños, aunque no ajenos a la pasión que invade a amplísimas capas sociales desde que, a fines del siglo XIX, el balompié irrumpió en el país en Sao Paulo y Río de Janeiro, promovido por Charles Miller y Óscar Cox.

En Paraná son expresivos de fuerzas casi paramilitares, igual que las originarias del estado vecino, donde hay pandillas que se hacen llamar “Guerrilleros de Curitiba”, que alcanzaron celebridad nacional cuando su equipo, los “coxas brancas” (“piernas blancas”, por estar integrado por descendientes de inmigrantes europeos, como ocurre en buena parte del sur de Brasil), resultaron monarcas del Brasileirao de 1985.

Aprovechando su calidad de campeones absolutos, los jugadores de ese equipo, dirigido entonces por Enio Andrade, exigieron a su directiva que publicara en periódicos y revistas de circulación nacional un manifiesto contra la violencia.

Consideraron que era imperativo social que ésta terminara para siempre, disolviendo a las torcidas patrocinadas por muchos clubes, sin que en la década de 1980 y las siguientes pasara nada, como nada sucede a unos meses de que Brasil sea blanco total de las miradas planetarias.

Con existencia cercana al siglo, con el surgimiento del futbol profesional entre 1915 y 1920, las torcidas brasileñas han pretendido ser reguladas de una y mil maneras sin éxito alguno, como se vio en la gresca del 8 de diciembre en Joinville.

Eso es nada comparado con las guerras declaradas entre los violentísimos personajes que dominan las tribunas de los estadios de Sao Paulo y Río de Janeiro, protagonistas de siniestras historias de fanatismo apenas creíble.

Acaso la única propuesta razonable para ir hacia una solución inteligente al problema de la violencia en los estadios brasileños en vísperas de la Copa del Mundo, la ofrecieron los directivos del Internacional de Porto Alegre, capital del estado de Río Grande do Sul.

Los “colorados” del Inter integran el equipo de la provincia que adoptó a la presidenta Rousseff al iniciar su carrera política hace tres decenios al mudarse a esa ciudad, procedente de Minas Gerais, donde nació en 1947.

El Internacional -acérrimo enemigo del Gremio, Campeón Mundial de Clubes en 1983-, cuyo jugador más emblemático siempre ha sido Paulo Roberto Falcao, exigió que las actividades laborales de los integrantes de los grupos de animación fueran certificadas.

“Rechazaremos a desempleados y marginales”, sentenció Luiz José Mares al responder a la mandataria, que ya pidió la creación de una “cárcel del aficionado”.

Mares denunció que, de un día para otro, esos personajes se vuelven espectadores de alto riesgo, golpeadores, en sí, fauna futbolística: “El problema no es la carencia de una legislación, sino la falta de compromiso y rigor por parte de las autoridades para cumplir las leyes que ya existen, y más, tratándose de un país que respira futbol desde que Dios amanece”.

Río de Janeiro, 30 Ene. (Notimex).