Mi generación, aquellos nacidos en los años 70 o Generación X Región 4, fue la primera cohorte de activistas de izquierda que conoció los eventos de 1968 a través de fuentes secundarias. No pudimos ejercer nuestra propia memoria selectiva para filtrar los acontecimientos en una narración, sino que tuvimos que depender de la memoria ajena para formarnos una imagen de ese momento fundacional en la izquierda mexicana. Algún recuento personal de parientes que participaron activamente en el movimiento, anécdotas de dominio público, pero especialmente los textos casi canónicos de Elena Poniatowska y Luis González de Alba, la película “El Grito”, dirigida por Leobardo López Aretche, exhibida en el mundo subterráneo de los cineclubs de la UNAM y otras fuenets simiares, fueron la base de nuestra educación sobre el tema.
Al mismo tiempo, nuestra reconstrucción del 68 no tuvo lugar en el vacío, sino que fue un subproducto del contexto político y cultural de finales de los 80 y principios de los 90. Nos asomamos al gran despertar juvenil de la década de los 60 justo en el momento en que el socialismo se colapsaba de la noche a la mañana. La entonces reciente insurgencia civil en México se topaba con el fraude electoral y se institucionalizaba en el PRD. Los valores del pragmatismo y el avance a toda costa se adueñaban de la conciencia juvenil. Todo ello derivó en una especie de mini sixties revival como el que tuvo lugar al mismo tiempo en Estados Unidos. Desde el regreso de las faldas floreadas y las camisas “folclórico-chic” que importamos de San Cristóbal las Casas, pasando por los nuevos peregrinajes a Real de Catorce, hasta las nuevas formas de activismo con base en la política identitaria. El nuestro fue un despertar político cultural en diálogo (cuando no pirateo) con los 60.
El salinismo nos proporcionó una ideología (liberalización económica, aderezada con el clientelismo de Solidaridad) frente a la cual podíamos oponer nuestra movilización y así mirar hacia el 68. El 2 de octubre de 1988, Carlos Salinas de Gortari hizo un reconocimiento parcial de la responsabilidad del Estado en la masacre de Tlatelolco y en el primer año de su gestión se estrenó “Rojo Amanecer”, la primera película comercial que abordó el tema abiertamente. Pero el escenario político era poco menos que desolador. En 1991 el PRI arrasó en las elecciones intermedias y las grandes batallas de esos años fueron movilizaciones locales (Guanajuato, San Luis Potosí) contra el fraude electoral, pero sin cuestionar en lo fundamental el modelo económico.
El 25 aniversario del movimiento del 68 llegó en medio de una gran insatisfacción generacional, surgida de la desfavorable comparación entre lo que percibíamos como la epopeya de los sesentayochoeros y la insulsa mediocridad de nuestro tiempo. Quisimos vernos llegar al Zócalo haciendo la “V” con la mano izquierda, quisimos resistir atrincherados en la escuela, y por supuesto callamos nuestro terror a las bayonetas y todo lo demás. Cuando algunos veteranos del movimiento propusieron relanzar la movilización juvenil a través de la conmemoración del 25 aniversario, muchos lo tomamos casi como un llamado a las armas, solo que ese 2 de octubre de 1993, nadie tenía claro cuál era la gran batalla por venir ni de dónde saldrían las tropas. La irrupción del movimiento zapatista tres meses después llegó a salvarnos del marasmo.
Las marchas que conmemoraban el 2 de octubre languidecieron durante los 80, a tal punto que en algún momento la fecha era recordada más por la movilización de porros de las organizaciones politécnicas (FEP, ODET, y la misma FNET que en 1968 proporcionó tantos grupos de choque contra el movimiento) que por el reclamo de justicia. A partir de 1994, la marcha del 2 de octubre, todavía encabezada por el Comité del 68 y su exigencia de esclarecimiento de los crímenes y el castigo a sus responsables, pasó en los hechos al control de nuestra generación, en medio del despertar zapatista, y nunca más volvió a ser un evento menor.
Al mando de la conmemoración, nosotros renovamos el interés por el movimiento pero olvidamos -o nunca aprendimos- muchas cosas del 68. Igual que la propia Elena Poniatowska, olvidamos que su libro tiene dos partes y la “noche de Tlatelolco” solo es una de las dos. Olvidamos la primera parte, en la que habla una juventud tan parecida a la nuestra que nos hace reconocernos en sus balbuceos, sus experimentaciones y pasos en falso. No supimos que la proporción entre activistas experimentados y personas que se suman espontáneamente a la movilización suele permanecer constante, de modo que no se puede decir que la generación del 68 haya estado particularmente politizada y la nuestra haya sido especialmente apática, aunque Monsiváis nos haya colgado el sambenito. Olvidamos también que la chispa que incendia la pradera suele aparecer en el lugar menos esperado, como un pleito entre pandillas juveniles, y que los intentos por incendiarla a propósito (qué contradicción) suelen fracasar.
Olvidamos que el movimiento del 68 se expresó formalmente en el pliego petitorio menos explícitamente político de la historia moderna de México, quizá porque los participantes del 68 no tuvieron tiempo de decidir qué era su movimiento, quiénes lo integraban, qué les daba una identidad común y qué querían en realidad. Nunca nos dijimos que de no haber sucedido lo que sucedió en Tlatelolco el 2 de octubre no es apresurado pensar que el movimiento muy probablemente hubiera terminado en el mismo ciclo de ascenso, clímax y división sectaria que conocemos tan bien en la izquierda mexicana.
Pero muy especialmente, olvidamos que así como hay constantes en la formación y politización de un movimiento estudiantil, las circunstancias que resultaron en la masacre fueron muy específicas del contexto: un sistema político cerrado a piedra y lodo, un presidente paranoico como pocos, y una serie de intrigas palaciegas en el marco de la sucesión presidencial. Por ese olvido, solemos gritar “¡Tlatelolco!”, “¡halconazo!”, tan apresurada como irresponsablemente cada vez que una línea de granaderos se nos acerca.
Inevitablemente una nueva generación, de la cual los jóvenes #YoSoy132 son la avanzada, se hará cargo de llevar la bandera de la memoria del 68. Si bien es claro que “2 de octubre no se olvida”, ni se olvidará nunca, ojalá que esta nueva generación, más segura de sí misma, más reconciliada con su propia época, sea menos olvidadiza sobre todo lo demás.
Fuente: Letras Libres