Para ir a mi trabajo, todos los días recorro el mismo camino prácticamente a la misma hora y en ocasiones me topo con la misma gente, con los mismos autos, con los mismos microbuses. De unos días para acá, he logrado desarrollar un odio muy particular por un chofer microbusero que tengo perfectamente ubicado, pues su armatoste además de tener golpes y ralladuras muy peculiares, tiene en la ventana trasera la silueta de una chica de caderas muy prominentes que lo hacen simplemente inconfundible. Nos hemos declarado la guerra.
No estoy seguro pero creo que empezó él aventándome la lámina, pasándome casi por encima la semana pasada. Respondí orgullosamente mentándole la madre y retando al primitivo conductor a que verdaderamente arrollara mi BMW, el muy cobarde no tomó la opción.
Ayer lo volví a encontrar, estaba justo atrás de mí, me reconoció y al verme, resopló motor, era como tener a un toro de lidia tratando de envestir a su presa, es decir a mi BMW. Simplemente no puede resistir la tentación, era sin duda una oportunidad de sacar mis enojos, de demostrarle quien soy yo. Adrede paré el auto, enfureciendo más al conductor quien recordando a mi madre, me decía que moviera mi chingadera. Cuando supe que la luz roja estaba por ponerse arranque rápidamente, logrando que “Pepe el Toro” (así decidí apodar a mi rival) se quedara parado hasta el próximo cambio de luces. Jaja… lo chingue esta vez, mañana veremos.
Mi locura urbana había llegado lejos, mi mujer se preocupaba, pues ya tenía clara la hora a la que empezaría la batalla, incluso llevaba un bat en la cajuela, solo por cuestión de seguridad. Al llegar a la esquina de nuestros encuentros, no lo vi, mi decepción fue brutal, ese día no tuve con quien pelear, a quien mentarle la madre. Molesto y decepcionado llegue a mi oficina, me desquite con gutierritos y con la máquina de café.
Mi mente voló y pensé, seguramente este cabrón, también se está preparando y mañana aparecerá armado. Al día siguiente, sali más temprano, con la intención de encontrar y enfrentar a Pepe el Toro, no se me podía escapar, las cosas no podían quedarse así. Buscaba el inconfundible microbús por atrás y por delante, y sin darme cuenta de pronto lo tenía junto a mí. Cara a cara, ventana con ventana. Nos quedamos viendo el uno al otro, sus ojos negros penetraron mis corneas y estuve a punto de iniciar la batalla con un asertivo “Que me ves cabrón”, cuando sacó un arma mortal. Me sonrío. El maldito me sonrío, simplemente era algo inesperado, imposible de cualquier microbusero y más viniendo de Pepe el Toro. Me desarmó, ni hablar, le tuve que sonreír. Pero no quedo ahí, me golpeo más después de mi sonrisa pues amablemente me dijo “pásale güero, esta chido tu BMW”. La cabeza me explotaba, era simplemente inaudito lo que había pasado, nadie lo creería.
Me obligó de una u otra forma a hacer lo mismo, a sonreír, a dejar pasar, a no enganchar. Seguramente lo hizo con intenciones macabras, por lo que al otro día lo espere y decidí atropellarlo con la misma sonrisa que me había lanzado el día anterior. Los resultados fueron sorprendentes, mi sonrisa autentica o no, ocasiono un impacto inaudito en Pepe el Toro quien volvió a sonreír, esta vez levantando el dedo pulgar amablemente y diciendo ventana a ventana “Que tengas buen día carnal”. ¿Y si todos hiciéramos lo mismo?, pensé.
Sin duda gastaríamos menos gasolina, habría menos accidentes, llegaríamos frescos y contentos al trabajo, seriamos mejores. Si fuera así, sería un placer encontrar a Pepe el Toro o a cualquier otro colega urbano. Y si yo hiciera lo mismo, si contagiara a otro conductor y ese a otro y a otro y otro a otro, entonces, vivir cómo en Suiza podría llegar a ser una realidad.
Para reflexionar
Alfonso del Valle Azcué