Mi reciente experiencia con Google Glass debo decir que no fue muy convincente.
Quizá habrá oído hablar de Glass, la computadora montada en unos lentes. Es un paso más hacia la siguiente oleada de la informática: la que se lleva encima, productos llamados de inmersión con los que se entusiasmaron los asistentes a la Feria de Electrónica de Las Vegas, Estados Unidos, a comienzos de año.
Mi encuentro con Glass no fue un evento de exhibición, sino algo real. Lo probé durante una alegre velada en el sur de Londres.
Fue una prueba injusta porque nadie estaba concentrado en usarlo de forma adecuada, pero en parte sí fue justa porque el uso al azar es lo que hace que la electrónica se haga interesante.
Te pones las gafas, las ajustas un poco, lo cual es complejo porque no puedes ver muy bien lo que estás haciendo, y entonces te maravillas ante la claridad de la pequeña imagen de pantalla que aparece ante ti.
El aparato le añade información seleccionada de internet a tu campo de visión, la gente tecnológica le llama a esto realidad aumentada. Pero para hacer esa conexión adecuadamente (y sin manos) tienes que o bien tener las ondas cerebrales cableadas en la máquina o ser capaz de hablarle al artefacto.
En ese punto bastante fundamental, Glass empezó a ser altamente frustrante. Instrucciones simples comunicadas oralmente a Glass no se registraron o fueron mal entendidas.
Tomamos una o dos fotos y las transferimos a los teléfonos inteligentes de las personas allí presentes. Lindo, ingenioso y torpe. Y muy frustrante.
Fracaso profético
Bien, no es correcto juzgar a la tecnología por la primera prueba. La primera agenda electrónica Apple Newton fue un miserable fiasco hace 20 años, pero finalmente pasó a convertirse en un avance muy significativo para el uso que le dan las personas a las computadoras, mucho antes del teléfono inteligente, al cual más o menos precedió.
Ahora lo llaman un “fracaso profético” pero en aquel momento se rieron de sus débiles intentos por reconocer la escritura del usuario.
Los innovadores de la tecnología que están dispuestos a pagar US$1.500 por un aparato Google Glass no son consumidores ordinarios, por supuesto. Quieren ver cómo una interfaz nueva podría cambiar la forma en que usamos internet.
Quieren empezar a concebir aplicaciones que podrían convertir a Glass y los nuevos relojes interactivos en productos imprescindibles, porque seremos capaces de hacer mucho con las aplicaciones que facilitan.
Probablemente empezarán con respuestas altamente especializadas para ciertos trabajos en circunstancias difíciles que requieren comunicación con manos libres, como por ejemplo en quirófanos de hospital y ambientes industriales delicados.
La diversión y los juegos y las comunicaciones personales llegarán después. Pero el reconocimiento de voz tiene que funcionar prácticamente sin interrupciones para que todo esto se pueda dar.
No dudo que en un determinado momento Google Glass o algo similar formará parte de la ubicuidad de la informática, el punto en el que internet como sistema nervioso electrónico del mundo comience a converger con el sistema nervioso humano de una forma muy íntima. Pero todavía no, y quizá cuando ocurra no tenga este tipo de presentación e interacción.
Modas pasajeras
Mi contacto con Google Glass me hizo pensar sobre los avances tecnológicos en general. Todo el mundo dice que los cambios se producen más rápidamente que nunca y que la tecnología es motor del avance económico y social.
Cada vez hay más esfuerzo creativo dedicado a cosas menores. El entusiasmo durante la feria electrónica de Las Vegas se volcó en pantallas curvas para teléfonos inteligentes y actualizaciones telefónicas, que derivan en el próximo aparato imprescindible para consumidores saturados pero son triviales en términos de innovación.
Escribo esto en una tableta mientras viajo en avión, pero en realidad no es un sistema mucho más avanzado que un lápiz y papel. La economía inútil está por todas partes.
La tecnología se ha convertido en un objeto de moda. El punto de una nueva característica o una nueva aplicación es un cebo, no avance tecnológico. Los pioneros tecnológicos que cambiaron nuestro mundo ahora sirven a los consumidores pasajeros.
Hay filas que duran toda una noche de compradores impulsivos a las puertas de las tiendas Apple cuando la compañía presenta su última versión del iPad o el iPhone, con mejoras en el diseño marginales pero muy pregonadas.
Y la demanda del nuevo producto de hecho genera un efecto constatable en la economía de Estados Unidos si se mide el PIB del mes en cuestión, legitimando la futilidad a ojos de aquellos que sólo se sienten satisfechos si las cosas se pueden “monetizar”, como los estadounidenses lo describen. Problemas globales enormes sin monetizar se quedan sin resolver o no se abordan.
Cuídese de la creencia de que la curva de la tecnología es un avance inevitable para bien. Ahora se deriva más y más actividad económica de cosas que simplemente no importan. Señuelos inútiles.
Diversión mortal
El otro día, en el metro de Seúl, Corea del Sur, todo el mundo, pero absolutamente todo el mundo, estaba pegado a su teléfono inteligente.
Pero si mira por encima del hombro, aquellos usuarios ensimismados están en su mayoría jugando o mirando televisión, con comentarios al estilo de la red social Twitter y subtítulos contaminando la pantalla.
En palabras del profesor de la Universidad de Nueva York, el difunto Neil Postman, “se divierten hasta la muerte”.
Cuando la televisión era la última tecnología, Postman describió así la situación: “Estamos prendiendo el televisor para consumir nuestras vidas”. El entretenimiento se ha colocado en el centro del escenario.
El poeta británico William Wordsworth escribió sobre el poder que tiene la mente que se deja suspendida “en modo vacante o pensante”. Una condición que se desvanece cuando la tecnología llena nuestras horas de desvelo con distracciones.
Es en este estado mental –aparentemente vacío- que se le da vuelta a los pensamientos y las ideas maduran.
Es algo vital que ahora mismo nos estamos perdiendo al embarcarnos en brazos de la economía inútil. El ágil dedo pulgar está sustituyendo a la mente. Lo trivial es OK.
Los historiadores nos dicen que uno de los factores que contribuyeron al declive y la caída del Imperio Romano fue el excesivo gasto de los circos organizados por el estado que distrajeron al populacho de las cansadas realidades de la vida en Roma.
Me pregunto si no estamos embarcados en una trayectoria similar en nuestra economía fútil.