Dos años atrás, una simple conversación cambió mi vida: mi jefe me dijo que necesitaba bajar de peso o debía decirle adiós a mi trabajo.
En realidad, no dijo eso en lo absoluto, pero fue lo que me dio a entender.
De hecho, nunca usó las palabras “gorda” o “bajar de peso”. Nunca amenazó mi carrera. Sin embargo, cuando me dijo que la ropa no me quedaba bien y que quería enviarme a un estilista, entendí lo que quiso decir. Lo tomé como que si no bajaba de talla, ya no aparecería en el programa “Good Morning America”, de la cadena ABC, donde he colaborado por mucho tiempo.
Después de todo, la televisión es un medio visual y todos deben verse lo mejor posible.
Así que “baja de peso o pierdes tu trabajo” es lo que oí. Había sido gorda toda mi vida, atrapada por ello, pero al parecer, era incapaz de cambiar. Pensándolo bien, deseaba tener una fuerte razón -estar en riesgo de tener un ataque cardíaco o un diagnóstico de diabetes tipo II- para tener que bajar de peso. La idea de perder un trabajo que me encanta fue el impulso que necesitaba para empezar.
Si has sido una persona gorda a lo largo de tu vida, cuando desesperadamente no quieres serlo, sabes que es como estar en la cárcel: quieres escapar, pero a pesar de mucho esfuerzo, no logras salir de esas rejas .
Estaba cansada de dejar que la vergüenza de mi peso dictara muchas malas decisiones -desde vestirme de azul el día de mi boda para evitar verme como un malvavisco gigante en el tradicional vestido blanco, a evitar toda atención médica de rutina por más de 10 años debido a que no quería un sermon acerca de mi tamaño.
Cuando me decidí a bajar de peso, realmente no sabía cómo iba a hacerlo. Pero de algo estaba segura: no iba a hacer a otra dieta. Ya había estado ahí; ya lo había hecho.
En realidad, yo había intentado casi todas las dietas, desde la de Atkins a la dieta de La Zona, desde la sopa de repollo a la Dieta de la Galleta. Claro, adelgazaba un poco, pero cada vez que me cansaba del régimen, volvía a los viejos hábitos y subía de peso otra vez.
Llegué a la conclusión de que las dietas simplemente detienen temporalmente el mal comportamiento y esta vez, simplemente ponerle pausa no era lo suficiente.
En cambio, mi plan era bastante simple:
Comer menos: (obvio), lo cual arbitrariamente decidí que iba a ser la mitad de lo que solía comer. Mi pequeño truco se convirtió en que si podía nombrar todo lo que comí ese día en menos de 10 segundos, estaba haciendo un buen trabajo.
Hacer mejores elecciones: Para mí, eso significaba reducir los carbohidratos, por lo que tuve que decirle adiós a una gran cantidad de alimentos blancos: cualquier cosa con harina, pasta, arroz, papas y azúcar.
No hacer trampa: Si bien muchas de las dietas recomiendan darse un día libre semanal por el buen comportamiento, yo sabía que no eso no funcionaba conmigo. Antes, esperaba a que llegara mi día libre, comía todo lo que no debía y en poco tiempo volvía a comer desenfrenadamente a tiempo completo.
Ahora pienso que recompensar a alguien que está tratando de bajar de peso con un día libre es similar a decirle a un alcohólico que puede celebrar un mes de sobriedad con una cerveza. No funciona. Si pudiera manejar la moderación, no habría sido gorda en primer lugar.
Moverme más: Esto fue lo más fácil de todo, ya que no me movía en absoluto. Usar las escaleras, caminar hacia el trabajo y de vuelta a casa y dar un paseo alrededor de la cuadra un par de veces al día se convirtió en una sesión diaria de ejercicios en la caminadora al lado de mi cama.
Rendirme cuentas todos los días: me pesaba cada mañana para siempre estar al tanto de dónde me encontraba. Ya no enterraba la cabeza en negación.
Hacer una pausa antes de los atracones: los incesantes bocadillos siempre me habían vencido. Esta vez, antes de comer, me detenía a pensar: ¿preferencia o prioridad? La preferencia podría haber sido elegir las papas fritas o las galletas, pero la prioridad era siempre bajar de peso. Sólo pensar en eso por un momento me permitía tomar la decisión correcta.
En el transcurso de un año, con este sencillo plan, bajé 62 libras. Desde entonces, he bajado otras 10 libras. Llegué a aprender que lo que pienso es mucho más poderoso que lo que como – y estoy eternamente agradecida con ese jefe que me puso en este camino.
Cuando se trata de bajar de peso, ninguna píldora, poción o plan sobrepasa la paciencia y perseverancia. Esa era la pieza del rompecabezas que faltaba para mí- la barra de acero que me impedía sentir la libertad para finalmente resolver mi situación. En el pasado, esperaba resultados de un día para otro y cuando no los obtenía, dejaba de intentarlo.
Tenía éxito profesionalmente; tenía un esposo amoroso e hijos hermosos. Pero cuando se trataba de bajar peso, yo era un desastre; fracasaba y otra vez porque carecía de una correcta forma de pensar.
Mi mensaje parece resonar con las personas que han peleado batallas por bajar de peso durante mucho tiempo o de por vida. He recibido miles de correos electrónicos de gente que dice que mi historia es su historia – que ellos, también, han caído en la complacencia por un intento de dieta tras otro, sólo para bajar un poco de peso y volverlo a subir otra vez.
En esta época de cantidades desmesuradas que se obtienen al ganar la lotería Powerball, muchos de nosotros pensamos que todo lo que hay que hacer para hacerse rico es comprar un billete de lotería. ¿Quieres ser la próxima Lady Gaga? Preséntate un par de veces en “American Idol” y listo. Siempre estamos buscando la solución rápida, la forma más fácil de resolver lo que nos aflige.
El pasado no tiene que dictar el futuro. Cada uno de nosotros tiene el poder de cambiar nuestra mente para ser más felices, saludables y tener una mejor vida. Cualquier persona puede hacer el cambio.
(Las opiniones expresadas en este artículo corresponden únicamente al pensamiento de Tory Johnson).