El otro día me estaba preparando para salir de mi casa y lo escuché.

Un silbido agudo pero melodioso reverberó por las estrechas calles de mi barrio en el centro de Madrid.

Me asomé desde mi balcón y lo vi.

Su nombre es Antonio, un anciano vestido con ropa sencilla, que creció en una España que está muy lejos del país en el que ambos vivimos hoy día.

Antonio practica una tradición que está desapareciendo lentamente. Es un afilador, un oficio que también se está esfumando de muchos otros países, como por ejemplo, Chile, Argentina o Venezuela, donde ya casi no se escucha el típico silbido que anuncia su llegada.

Él cree que es uno de los cinco que quedan en Madrid.

Con dos de mis mejores cuchillos de cocina, que probablemente no han sido afilados en 10 años, bajé corriendo a una silenciosa calle un domingo por la mañana.

Eran las 11:00, pero hace unas cuatro horas, la misma calle latía con bulliciosas personas de fiesta, haciendo lo que los españoles hacen mejor.

El afilador ahorra tiempo de personas como el pescadero Miguel Paredes.

De repente, sentí una punzada de culpa cuando la rueda de piedra con motor de gasolina situada en la parte posterior de la moto de Antonio empezó a girar, rompiendo la tranquilidad de esa mañana de domingo.

Entonces se puso a trabajar: sosteniendo un cuchillo en cada mano los pasó por la piedra para atrás y para adelante con cuidado.

Ingreso estable

Días antes, había localizado a otro afilador a 500 kilómetros, en el sur de Sevilla.

Rafael Romero dice que trabajará como afilador hasta que se muera.

Rafael Romero del Campo tiene 53 años y vive en el barrio obrero de Torreblanca.

Es una parte de Sevilla que los turistas no ven.

Irónicamente, en un barrio pobre, donde abunda el desempleo, los ingresos de un afilador son ahora estables aunque modestos.

“Tengo cinco hijos y cuatro nietos, y este trabajo nos da a todos da de comer”, dice Rafael.

Le pregunto si le gusta su oficio.

“La verdad es que no hay otro empleo. Yo solía trabajar también como obrero en una obra de construcción, pero he perdido ese trabajo”.

Tradición que se desvanece

El hijo de Rafael, José Antonio de 30 años, también trabajaba en las obras de construcción, que eran abundantes durante el auge de este sector en el país.

“Tengo cinco hijos y cuatro nietos, y este trabajo nos da a todos da de comer” – Rafael Romero

Ahora está desempleado, y los trabajos informales son esporádicos.

“Tengo poco trabajo, pero al menos mi padre es capaz de ganar dinero todos los días”, nos dice.

José Antonio no muestra ningún deseo de seguir los pasos de su padre, pero le da pena que este oficio esté desapareciendo.

“Es una pena… su padre le enseñó, y este a su vez aprendió de su padre”.

Servicio a domicilio

Para las empresas locales en Sevilla, los servicios de un afilador son vitales y permiten ahorrar tiempo y dinero.

La melodía del silbido de Rafael les anuncia que se está acercando.

El camarero Ángel Gutiérrez necesita sus cuchillos afilados para cortar el jamón.

Vemos como los cuchillos del pescadero Miguel Paredes son afilados frente a su tienda.

“No me molesto en llevar mis cuchillos a otro lugar “, dice.

Y es un sentimiento compartido por los que están en la cafetería Bodegón de Sierra, en el barrio de Rafael.

El camarero Ángel Gutiérrez necesita mantener sus cuchillos afilados para cortar el jamón.

“No cobra mucho “, dice Gutiérrez, mientras corta el jamón con su cuchillo recién afilado.

“Es algo que no debemos perder. Es algo que necesitamos”, dice.

Afilador hasta la muerte

Rafael Romero del Campo aprendió esta faena a los 13 años.

Durante los tres primeros años de los 40 años que lleva en este oficio viajó por Sevilla en una bicicleta, utilizando la fuerza de los pedales para mover la rueda afiladora.

No pasó un solo día en la escuela y no sabe leer ni escribir, excepto su nombre.

¿Cuándo se retirará?

“Voy a mantener el trabajo hasta que me muera”, dice.

(BBC)