El encanto es la seducción sin sexo, es lo que nos puede transportar a un mundo mágico o a un acumulo de tensión. Es la satisfacción a nuestros aspectos tentadores y adictivos de la sexualidad – el encanto es atención concentrada, el cortejo placentero, la comprensión real o ilusoria – pero que sustrae al sexo del mismo. Esto no quiere decir que reprima o desaliente la sexualidad; bajo la superficie de toda tentativa de encantamiento acecha siempre una posibilidad.
La palabra “encanto” proviene del latín incantamentum, “engaño”, aunque también “conjuro” en el sentido de pronunciación de fórmulas mágicas. El encanto hechiza dándonos algo que mantiene nuestra atención, y el secreto para capturar la atención es atacar aquello sobre lo que se tiene menos control: el ego, la vanidad y el amor propio. Como bien dijo Benjamin Disraeli: “Háblale de sí mismo y escuchará horas enteras.”
En el año 48 a.C., Tolomeo XIV de Egipto logró deponer y exiliar a su hermana y esposa, la reina Cleopatra. Resguardó las fronteras del país contra su regreso y empezó a gobernar el solo. Ese mismo año, Julio César llegó a Alejandría para cerciorarse de que, a pesar de las luchas por el poder local, Egipto siguiera siendo fiel a Roma.
Una noche, César hablaba de estrategia con sus generales en el palacio egipcio cuando llegó un guardia, para informar que un mercader griego se hallaba en la puerta con un enorme y valioso regalo para el jefe romano. César autorizó su ingreso y éste entro cargando un gran tapete enrollado sobre sus hombros, desató la cuerda y lo tendió dejando al descubierto a la joven Cleopatra, que se encontraba oculta y semidesnuda dentro de el. La vista de la hermosa y joven reina (para entonces tenía 21 años) deslumbró a todos, al aparecer ante ellos como en un sueño, ella se irguió ante el César como Venus emergiendo de las olas. Su intrepidez y teatralidad para esconderse y escabullirse dentro del puerto le asombro a tal grado que en ese mismo momento quedo prensado en el encanto. Según el autor romano Dión Casio, “Cleopatra estaba en la plenitud de su esplendor. Tenía una voz delicada que no podía menos que hechizar a quienes la escuchaban. El encanto de su persona y sus palabras era tal que atrajo a sus redes al más frío y determinado de los misóginos. César quedo hechizado tan pronto como la vio y ella abrió la boca para hablar”. Cleopatra se convirtió en su amante esa misma noche.
César, para ese entonces ya había tenido muchas amantes con las que se distraía de los rigores de sus campañas. Pero siempre se había librado rápido de ellas, para volver a lo que realmente lo hacía vibrar: la intriga política, los retos de la guerra y el teatro romano. Había visto a mujeres intentar de todo para mantenerlo cautivado. Pero nada lo preparó para Cleopatra. Una noche ella le dijo que juntos podían hacer resurgir la gloria de Alejandro Magno y gobernar al mundo como dioses. A la noche siguiente lo recibiría profusamente como la diosa Isis, rodeada de la opulencia de su corte. Cleopatra inició a César en los más exquisitos y profundos placeres, presentándose como la encarnación del exotismo egipcio. La vida de César con ella era un reto perenne, tan desafiante como la guerra; porque en cuanto creía tenerla segura, ella se distanciaba o enojaba, y él debía buscar el modo de recuperar su atención.
Transcurrieron semanas y César eliminó a todos los que le disputaban el amor de Cleopatara y halló excusas para quedarse en Egipto. Ella lo llevo a una suntuosa e histórica expedición por el Nilo. César fue uno de los primeros romanos en ver las pirámides y mientras prolongaba su estancia en Egipto, en su imperio estallaban toda clase de disturbios.
Juilo César fue asesinado en 44 a.C. y le sucedió un triunvirato, uno de cuyos miembros era Marco Antonio, valiente soldado amante del espectáculo y quien se consideraba por una suerte de Dionisio romano. Años después, mientras él estaba en Siria, Cleopatra lo invitó a reunirse con ella en Tarso. Ahí, tras hacerse esperar, su aparición fue tan sorprendente como lo fue ante César. Una magnifica barcaza dorada con velas de color púrpura se asomó por el río Kydnos, los remeros bogaban al compás de una música etérea; por toda la nave había hermosas jóvenes vestidas de ninfas y figuras mitológicas. Cleopatra iba sentada en la cubierta rodeada y abanicada por cupidos y caracterizada como la diosa Afrodita.
Como las demás víctimas de Cleopatra, Marco Antonio tuvo sentimientos encontrados. Los placeres exóticos que ella ofrecía eran difíciles de resistir. Pero también deseo someterla: abatir a esa ilustre y orgullosa mujer probaría su grandeza. Así que se quedó, y como César, cayó lentamente bajo su hechizo. Ella consintió todas sus debilidades: el juego, fiestas estridentes, rituales complejos, lujosos espectáculos. Para conseguir que regresara a Roma, Octavio, otro miembro del triunvirato, le ofreció una esposa, su hermana, Octavia, una de las mujeres más hermosas de Roma y famosa por su virtud, sin duda ella mantendría a marco Antonio lejos de la “prostituta egipcia”. La maniobra surtió efecto por un tiempo, pero Marco Antonio no pudo olvidar a Cleopatra, y tres años después regresó a ella. Ésta vez fue para siempre: se había vuelto, en esencia, esclavo de Cleopatra, lo que le concedió enorme poder a ella, pues el adoptó las costumbres y vestimentas egipcios renunciando a los usos romanos.
Una sola imagen sobrevive de Cleopatra – un perfil apenas visible en una moneda – pero tenemos numerosas descripciones escritas de ella. Su cara era fina y alargada, su nariz un tanto puntiaguda, pero su rasgo dominante se encontraba en sus ojos, los cuales eran sumamente grandes. Su poder seductor no residía en su aspecto; a muchas mujeres de Alejandría se les consideraba más hermosas que ella. Lo que poseía sobre las demás mujeres era la habilidad para entretener a un hombre. En realidad Cleopatra era físicamente ordinaria y carecía de poder político, pero lo mismo que Marco Antonio y Julio César, hombres valientes e inteligentes, no fue eso lo que percibieron. Lo que vieron fue una mujer que no cesaba de transformarse ante sus ojos, una mujer espectáculo. Cada día ella se vestía y se maquillaba de diferente manera, pero siempre conseguía una apariencia realzada, como de diosa. Su voz, de la que hablan todos los autores, era cadenciosa y embriagadora. Sus palabras podían ser banales pero las pronunciaba con tanta suavidad que los oyentes no recordaban lo que decía sino como lo decía. A Cleopatra era imposible poseerla: había que adorarla. Fue así como una exiliada destinada a una muerte prematura logró trastocarlo todo y gobernar Egipto durante casi veinte años.
Fuente: (Avant Sex)