De pronto estaba ahí, frente a mí, mirándome, solo muy solo. Esperando que lo escucharan, que lo sintieran, que lo dejaran respirar por solo un instante. Solo pedía eso, que lo dejaran de interrogar, que lo dejaran ser, que lo dejaran estar. Nadie lo había hecho nunca. Nadie, desde años atrás había tenido la gana, ni el tiempo de escuchar sus latidos, sus miedos, sus razones, sus tonterías, sus ilusiones, sus locuras. Todos lo juzgaban, lo callaban, lo sometían. Desde la cuna negociaba ser escuchado. En su dolorosa infancia, en su niñez, en su adolescencia, en su juventud y ahora, en su plenitud adulta, él tenía que escuchar… ¿A él cuándo? ¿A él por qué? «¿Cómo hago para me escuches?», se preguntaba en su tristeza. Nadie lo hacía, nadie ha tenido, ni tiene el tiempo, ni el deseo, ni la gana de escucharlo. Solamente pedía eso, un minuto de atención y todo hubiera sido distinto. Su carácter, su ira, sus miedos, sus enojos, sus respuestas, sus angustias hubieran sido sofocadas con solo un poco de verdadera atención. Un hijo, una pareja, un hermano, una amante, un alumno, un socio, un amigo, un empleado, un cliente, posiblemente solo quieran y necesiten eso…que los escuchemos.

Alfonso del Valle Azcué

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