Con el boom de las redes sociales ha surgido una nueva divisa en las relaciones sociales: el like (o me gusta). Este gesto preponderante de aceptación y aprobación pública modifica nuestros comportamientos y en algunos casos llega a secuestrar nuestras interacciones, no sólo con las demás personas sino con nosotros mismos, colocando nuestra vida privada en función de una imagen (una narrativa de lo que somos), de un reconocimiento, de una reputación o de una competencia. Junto con el like, en el mismo conjunto de valores digitales se encuentra el número de amigos, seguidores, shares y vistas. Este conjunto a su vez  ha cobrado primera importancia en la mercadotecnia, donde las las campañas de comunicación son medidas bajo estos indicadores o KPIS, y en su voracidad invaden el espacio privado, los perfiles personales, revelando un alto coeficiente de mercantilización en cualquier relación social que se genere dentro de estas redes sociales –que a su vez son medios masivos de comunicación: social media– como Twitter, Facebook, YouTube e Instagram. Y es que cada cuenta, como tarde o temprano descubren los usuarios, tiene un valor el cual puede capitalizarse de diversas maneras: romántica, económica o intelectualmente.

En los últimos años hemos visto como las redes sociales y las grande compañías de Internet son utilizadas por los gobiernos y las corporaciones para vigilar, estudiar y anticiparse a las conductas de los ciudadanos. A esta vigilancia que ya de suyo puede generar ciertas psicopatologías, se le suma una presión social autoimpuesta, aquella de decidir, aunque por default, vivir en una casa transparente o al menos con muchas ventanas y cortinas descorridas; decidir también, sin descanso, qué es lo que queremos mostrar de nosotros mismos. Puede ser que esta “vigilancia social” no genere paranoia en algunos –otros se sentirán a sus anchas, ya sea porque su naturaleza les permite exhibirse con desparpajo o porque saben utilizar estos medios como una herramienta de marketing y PR–, pero de cualquier forma existe una conciencia de ser observados, lo que en inglés se conoce como self-consciousness. Esas personas que somos en línea, desdoblamientos de nuestra personalidad, actúan, comparten información y se desenvuelven en un teatro, en un mercado o en un laboratorio. Aunque esto no necesariamente signifique algo consustancialmente negativo, después de todo la vida fuera de las redes sociales también puede ser vista como un teatro, como una obra de comunicación, de proyección de nuestras personalidades buscando afecto y quizás intentando librarse de aquellos rasgos que consideramos no ejemplifican nuestra verdadera naturaleza.

¿Qué es lo que nos dice un like, cuál es su metalenguaje? De manera literal es que le gustamos a alguien, que le gusta algo que hicimos o cómo nos vemos, es una substitución de la aprobación más básica, del sentido de pertenencia que forma parte de los primeros eslabones de la pirámide de Maslow. Es, aunque remota, fría y fantasmalmente la substitución de una sonrisa, un guiño, un beso o cualquier expresión de calidez emocional. Un tanto patéticamente, recordemos, hace algunos años Facebook estaba repleto de abrazos y besos  digitales y demás pokings. Y actualmente abundan los emoticones, como el tan usado corazón –pero,  ¿que alguien nos ponga un corazón en una foto en realidad  significa que nos quiere? y, ¿un corazón azul tiene otro significado que el tradicional corazón rojo? Entramos en un terreno de socialización que tiene una cierta cualidad fantasmgórica, y los fantasmas, atrapados entre mundos, conectando a través de velos, son casi siempre entidades en estados de confusión, incapaces de distinguir su realidad, enfrascados en una soledad que extiende sus manos, pero sus manos no pueden tocarnos. Les queda una especie de poking interdimensional. En las redes sociales podemos elegir y editar minuciosamente los gestos (su contenido de información) con los que nos comunicamos y conectamos, peroesa información siempre carecerá de una serie de signos, del lenguaje de la inmediatez y de la corporalidad, y por lo tanto limitará nuestra percepción de un mensaje, nunca tendrá la misma riqueza multisensorial y por eso se prestará a una cierta confusión y/o manipulación que no existe para quien accede a una lectura del lenguaje no-verbal. Así también, cada gesto afectivo efectuado en un ambiente digital es un gesto afectivo no efectuado en un ambiente de intimidad.

La animación, The Invention of Loneliness, presenta de manera agil la actualidad digital de nuestra sociedad hiperconectada. Las redes sociales se convierten en un demandante escaparate que nos exige estar autoactualizándonos. “La intimidad de la amistad es substituida por el intercambio de mensajes de chat, fotos e interacciones en redes sociales: cambiamos la conversación por la conectividad”. Preferimos editar nuestras personas, calcular lo que emitimos al mundo: “una conversación en tiempo real no puede ser controlada, no puedes controlar lo que vas a decir… el  e-mail,  el texting y los posteos nos permiten editar nuestra imagen personal y borrar… invirtimos horas construyendo nuestros perfiles, el orden óptimo de las plabaras que decimos, escogiendo las fotos en las que mejor nos vemos, esperamos más de la tecnologías y menos de los otros… estamos solos y tenemos miedo a la intimidad… la promesa del social media es que nunca estarmoes solos, COMPARTO Y LUEGO SOY, fingimos o coleccionamos experiencias para tener algo que compartir”.

En este sentido, Sherry Turkle, profesora de cultura cibernética en MIT, señala: “Estos días, inseguros de nuestras relaciones y ansiosos sobre la intimidad, buscamos formas para estar en relaciones y a la vez protegernos. Los vínculos que hacemos a través del Internet no son, al final, vinculos que integran. Son vínculos que preocupan. No queremos ser invadir el espacio personal, así que en vez nos invadimos constantemente pero no en “tiempo real”.

“El atractivo de Facebook”, escribe Stephen Marche, “yace en la fusión milagrosa entre la intimidad y la distancia, o la ilusión de distancia con la ilusión de intimidad”.  Nace una nueva forma de aislamiento “no el idealizado por los estadounidenses, la soledad del orgulloso no conformista, de mente independiente, estoico solitario, o el astronauta que irrumpe en mundos nuevos”.  De los cientos de millones de usuarios de Facebook, más de la mitad se conecta diariamente. Entre las personas de 18 a 34 casi la mitad checa Facebook minutos después de despertarse. “Facebook nunca descansa. Nosotros nunca descansamos. Los seres humanos siempre han realizado actos elaborados de autopresentación. Pero no todo el tiempo, no cada mañana”

El teórico de medios Douglas Rushkoff en su más reciente libro sugiere que la naturaleza demandante de estar conectados con todo el mundo todo el tiempo, recibiendo feeds incesantes de datos, streameando nuestras vidas, produce lo que llama “un shock con el presente”. La tecnología nos permite estar en más de un lugar y ser más de una persona a la vez. Esto, conocido como digifrenia, produce un efecto de desgaste, aunque pensamos que nuestros seres virtuales son inermes. Los pilotos de drones, por ejemplo, sufren mayor desgaste que los pilotos de aviones tradicionales, “al intentar vivir en dos lugares al mismo tiempo simultáneamente, casa y el campo de batalla”.

Esta incesante exposición e hiperconectividad de las redes sociales también nos hace padecer una nueva gama de celos y padecimientos emocionales. Las relaciones amorosas fácilmente se pueden tornar en psicopatologías –depresión u obsesión- ante una ruptura o una desaveniencia. Para superar estos procesos, suele ser prudente “cortar” esta relación, llevar una especie de tiempo de duelo y seguir adelante libre del fantasma de las otra personas –en la tradición platónica, el enamoramiento es visto como la invasión del alma del amado. De otra manera una parte de nosotros sigue uncida a nuestra pareja y nuestra personalidad sigue actuando en mayor o menor medida buscando la aprobación de esa persona –o quizás algun tipo de revancha. En los tiempos de Facebook, este desenlazamiento se vueleve sumamente difícil. A los filamentos energéticos o emocionales que nos vinculan y anudan,  se unen los filamentos digitales. Claro, podemos dejar de ser amigos de esa persona, pero esto ya nos pone en una situación conflictiva. ¿Acaso queremos hacer público que no podemos manejar cohabitar en el mismo espacio virtual?  Aceptar que estamos heridos suele ser difícil –aunque en realidad es una señal de fuerza. Por otro lado, nuestras conexiones hacen prácticamente imposible que no aparezcan imágenes, actualizaciones y recuerdos de esa persona. Y aunque tratemos de evitar estos espacios en común o dejemos de visitar los perfiles de las personas en conflicto, en el fondo sabemos que esas personas están ahí y que en algún momentos las podemos observar y nos pueden observar. Siempre estamos conectados aunque no estamos logged-in. Nuestro doble, al cual hemos imbuido nuestra personalidad, es susceptible a ser mirado — y esa mirada puede ser un peso metafísico sobre nosotros. Al mismo tiempo, esta coexistencia de hiperpermeabilidad informativa es una bomba de tiempo en relaciones que tropiezan o que mantienen ciertas inseguridades: siempre existirá una excusa para seguir juzgando y comparando a nuestras parejas o a nuestras vidas –casi como un pop-up que nos hace entrar a una página que no queríamos, y culpablemente observamos… El stalking, de nuevo, es una conducta característica de los fantasmas, un rodeo, un temor a la confrontación, a la comunicación humana, al desgarramiento de la presencia. Nos fantasmamamos.

Evidentemente la socialización digital requiere de una disciplina y un aprendizaje, ante una velocidad de adopción tecnológica rebasa nuestra capacidad de reflexión y adaptación. Moralizar el uso de estas redes no resulta tan práctico como intentar entenderlas y asimilarlas de una manera consciente. Es factible actuar en las redes sociales de manera espontánea, haciendo lo que sentimos, dando like sin pensar en motivos ulteriores o posteando según dicte el momento. Pero hay un matiz que difícilmente podremos detectar siempre, esto es, que el espacio en el que interactuamos, en el que somos virtualmente nosotros mismos, está minado ya por una intención, un programa. La interfaz de las redes sociales está diseñada para que formemos relaciones mercantiles, para que incrementemos el números de vistas de los sitios (lo cual significa mayores ingresos) y que siempre querramos compartir más información (lo cual también significa mayores ingresos, una publicidad más precisa y personalizada) bajo la ilusión de conexión, de no estar solos. (Algo similar ocurre cuando entramos a un supermercado o a una tienda de ropa y nos relacionamos en medio de la música, los espejos, los olores y el asalto de los productos). Como sugiere el video The Invention of Loneliness, las redes sociales pretenden erradicar la soledad pero en realidad han inventado una nueva forma de soledad más extensa –estar acompañados por otros que son en cierta manera simulaciones, reemplazando la intimidad por la conectividad. Para poder usar las redes sociales de manera que no nos aislemos y enajenemos debemos de ser conscientes de esta programación social, de que los espacios virtuales también son ecosistemas con una serie de carcaterísticas y condiciones climáticas, y de que se deben desarrollar sistemas inmunológicos y hábitos que se adapten a estos medios o que puedan protegernos.

Fuente: (Pijama Surf)